La necesidad de comenzar a prohibir la siembra y ganadería tradicionales, tal y como las conocemos, es un tema que, por su naturaleza polémica, merece ser abordado con delicadeza de cirujano y precisión de relojero. Estamos en un punto de inflexión donde la sociedad se ve amenazada por su propia ineficacia.

El campo y su noble labor, ejercida con las manos curtidas de quienes aún creen en el valor del trabajo duro, se encuentran en jaque. Y no es para menos, considerando que estas actividades son más sedientas que un dromedario después de una bolsa de cacahuates.

3 de cada 4 litros nacionales se van a la ganadería y agricultura, pero solo el equivalente a dos cocas de seiscientos llega a ser así, así de útil. Todo lo demás se despilfarra. Se conduce por canales de tierra y se filtra. Se emplea a mala hora y se evapora. Se riega a destiempo y la planta no la aprovecha. Se aplica y el agua arrastra una orquesta de contaminantes.

Ahora bien, se debe ser razonable y reconocer que esta siembra y ganadería no solo son actividades económicas; son el sustento de millones, el legado de generaciones, y el pulso de la tierra bajo nuestros pies. Pero también son, en estos tiempos de cuentas apretadas, altamente ineficientes en el uso del agua.

El esfuerzo requerido es descomunal para los pequeños y medianos productores. Las ganancias, aunque honestas, son más bien modestas —si no es que de sobrevivencia y autoconsumo— y palidecen frente a los costos ambientales y sociales de mantener el statu quo. La tierra, sedienta y exhausta, demanda un cambio al guión de su explotación.

Uno podría pensar que hay maneras más fáciles de ganarse la vida que lidiando con la incertidumbre del clima y la indiferencia de los mercados. Y la realidad lo demuestra. La principal fuente de ingreso de los hogares rurales dejó de ser lo agropecuario —desde hace varios años y en casi todo el país— viéndose desplazado en muchos lugares hasta tercer o cuarto lugar.

Entonces, ¿qué se hace? ¿Prohibimos y cerramos el telón sobre el acto más antiguo de la humanidad sedentaria? El famoso distrito de riego 001 —fundado primero del país en 1928— es un ejemplo de cómo avanzar.

La totalidad de su superficie cambió a riego por goteo, disminuyendo su consumo total de agua a menos de un tercio. Se dejaron de perforar pozos, lo que benefició el consumo urbano de Aguascalientes, a menos de 30 km de distancia. Los rendimientos treparon al maíz de 5 a 17 toneladas por hectárea, y se comenzó a sembrar fruta y hortaliza de exportación. Es el distrito de riego más eficiente del país, ya en consumo del agua, ya en utilidades.

¿Cómo le decimos al campesino que su forma de vida ya no es viable, sin ofrecerle a cambio un papel digno, sin poner en peligro la seguridad alimentaria del país? La solución requiere una reinvención de la relación entre el hombre y su entorno.

Al campesino se le debe garantizar no solo su supervivencia sino su prosperidad, mediante pagos por servicios ambientales que reconozcan su papel como guardián de la biodiversidad y la tierra. Propuestas de compensaciones por no sembrar, no solo como acto de justicia, sino de visión. Este cambio de paradigma no solo es un deber ético ante la crisis climática sino una inversión en el futuro de nuestro país. Lo que está en juego no es solo la supervivencia de la agricultura y la ganadería, sino la de nosotros mismos y la del planeta que llamamos hogar.