Hoy, en una semana, el campo mexicano dará un salto cuántico, trayendo bienestar, prosperidad, cuidado al medioambiente, mayor producción y una felicidad nacional equivalente al quinto partido del mundial.
O al menos ese es el objetivo de un sueño chaquetero que inició hace más de un año en forma de decreto presidencial. A partir del siguiente lunes el uso, importación y comercialización del glifosato serán ilegales.
Su mecanismo de acción es sencillo. La molécula entra a la planta, interrumpe la ruta del ácido shikímico, e inhibe la actividad de la EPSP sintasa. Más claro. El químico entra y no deja producir las proteínas para vivir.
Esto mata efectivamente casi todas las plantas y deja dos alternativas: Aplicarlo para evitar que emerjan malezas antes de sembrar. O aplicarlo sobre una planta modificada genéticamente para resistir y dejar se muera lo demás. Acá lo usamos para lo primero, pues los cultivos genéticamente modificados no están permitidos por ley.
México importaba unas 8 mil toneladas de glifosato al año, antes de la reducción a cupos de importación. Si lleva entre 1.5-4 kilos por hectárea, se dejarán de atender apropiadamente entre 5 y 2 millones de estas. Toda la superficie agrícola de Puebla es un melón.
¿Alternativas? Pues no. Ni química, orgánica o esotérica. No existe para producir con las mismas certezas o márgenes económicos.
—Que deshierben manual o metan animales—. Imposible para las inmensas superficies donde se aplica. Recuerde, la agricultura familiar-milpa-subsistencia del centro de México no nos alimenta como país.
—Seguro comentarios fundados por Bayer (empresa inventora)—. Pues no, la patente comercial expiró hace 24 años.
—Es que existe la agroecología— podría decir, engatusado por comentarios de gente que no tienen idea de lo que significa producir 260,000,000,000 calorías diarias, suficientes para alimentar una nación como la nuestra.
—¿El campo negocio? Cerdo capitalista neo-porfirista—. Pues sí, tenga tantita decencia. Pensar que las mujeres y hombres del campo son objetos etnográficos de museo, cuyo objetivo es «preservar nuestro patrimonio, maíz y milpa», es uno de los comentarios más clasistas, retrógradas e infames en nuestra sociedad.
Si no quiere que sean rentables con las tecnologías que se lo permiten, denles un subsidio para compensar un proceso que no tiene competitividad ni resulta en dignidad laboral para el trabajo que se hace en parcela.
Todo esto atenta contra el tratado de libre comercio con Norteamérica, pues no hay estudios serios, longitudinales y puntuales que muestren evidencia para estas decisiones. Esto significa un panel de resolución que vamos directito a perder.
Hay una salida, y es demostrar alguna práctica análoga para sustituir al glifosato, cosa que espero ya haya quedado clara.
Esta tarea fue encomendada a María Elena Álvarez-Buylla, titular de CONAHCYT. Como ejemplo de mediocridad científica, el viernes pasado convocó a un grupo de corifeos para la «comunicación de evidencia contundente sobre la viabilidad y superioridad de la producción agroecológica». Se anticipa tremenda paparrucha. Si tuviera la capacidad de desarrollar algo así tendría asegurado un Nobel y el mercado global del glifosato de 9 mil millones de dólares.
—El glifosato es cancerígeno— diría, sustentado por sus estatus 2A (probablemente carcinógenos) por el centro internacional sobre cáncer. ¿Qué otras cosas están en esa categoría? Ser peluquero de profesión, comer carne roja o beber café. Tampoco se crea que el glifosato es un pan de dios de molécula, pero tampoco merece ser satanizada por un mero discurso politiquero, especialmente cuando es una herramienta que nos da certezas para producir lo que el pueblo bueno come.