La propiedad en México es un embrollo donde la justicia social y los intereses privados bailan a pisotones. No es para menos: la idea de que la tierra, ese pedazo de suelo que da sustento, pueda ser a la vez de todos, mía, y de nadie, es un oxímoron que desafía la lógica más elemental.

Tomar las carreteras por parte de aquellos que “defienden” los derechos de sus tierras comunales, es el ejemplo más claro de cómo este sistema de tenencia ha llegado a un punto de colisión con las reglas del juego de la propiedad privada.

La propiedad ejidal fue una respuesta a los tiempos. En un México donde la tierra era —en muchos casos— la única garantía de subsistencia, darles a los campesinos la posibilidad de trabajarla fue una solución necesaria para construir un país.

Lo que la Revolución logró con la propiedad ejidal, al menos en el papel, fue darle una suerte de seguridad mínima de sostenimiento al México rural: evitar el despojo y asegurar que la riqueza del suelo fuera compartida entre quienes lo trabajaban. Pero esa seguridad, al paso del tiempo, se convirtió en una camisa de fuerza.

Los cambios al 27 constitucional en 1992 por parte de Salinas de Gortari, buscaban emparejar la situación ejidal con la realidad de un país que entraría a la competencia global, permitiendo que la propiedad ejidal se pudiera vender; pero los miedos comunitarios de este país fueron demasiados.

Y es que lo que en su momento fue visto como un candado salvador en el artículo 23 de la Ley Agraria, demostró ser un ancla más a un glorioso pasado comunal que nunca existió. Se estableció que «la asamblea ejidal», con la presencia de 75% de sus miembros, podía autorizar los cambios de propiedad. Pero en la práctica, para mucha gente, la voluntad de las mayorías no importa.

Así el “candado” resultó ser más bien una puerta entreabierta, por la que se han colado los intereses de unos cuantos, mientras la mayoría sigue atrapada en una estructura que ya no les sirve.

Los terrenos para la construcción de la carretera México-Puebla hace 60 años fueron vendidos en orden, de acuerdo a la asamblea. Los nuevos pagos en años pasados, fueron acordados y aceptados en asamblea. Claro, asambleas corruptas, cooptadas y amenazadas, pero esa es la máxima que se acepta cuando se entra en un sistema comunal. Si uno quiere decidir qué hacer con lo propio… bueno, ese es el esquema que ellos mismos rechazan.

Mientras tanto, las autoridades ejidales, que deberían estar mediando en estos conflictos, roban el dinero, desaparecen o se hacen los desentendidos. Y es que cómo les vas a reclamar son tus vecinos, amigos y familiares; este es parte del gran problema del sistema ejidal. ¿Cómo te le vas a poner al brinco a tu tío?

Más de la mitad del país sigue bajo este esquema ejidal, aunque en treinta años, cinco por ciento se ha vendido a privados. Las zonas de mayor plusvalía. Piense en aquellos ejidos que ahora son centros turísticos, zonas hoteleras o desarrollos habitacionales. En esos treinta años pasamos de 3.5 millones de ejidatarios a 5.3… No hay matemática que sirva para que esa ecuación haga sentido.

Al final, lo que queda claro es que el sistema de propiedad comunal en México está roto. Ni la Revolución Mexicana, con su énfasis en la justicia social, ni la reforma de 1992, con su intento de modernización, han logrado resolver los problemas de fondo. Y mientras unos bloquean carreteras para exigir lo suyo, otros se frotan las manos porque al final, en este país, el que tiene más saliva, traga más pinole; como siempre ha sido.