La producción nacional de flores vive del calendario: San Valentín, de las Madres, de Muertos y las Pascuas. No solo marcan el ritmo sentimental de la sociedad, sino la supervivencia de la industria ornamental nacional. A las flores el gobierno no les ve oportunidad, y la sociedad ya no se conmueve con la belleza natural. Traducido: no existe consumo interno de flores y la exportación es una broma.

En Estados Unidos el consumo de flores asciende a 7 mil millones de dólares anuales; lo que vale todo el aguacate que exportamos, dos veces. Sin embargo, teniéndolos al lado, quien provee es Colombia y Ecuador. En el mundo, un país del tamaño del EDOMEX domina floralmente, Holanda; con el resto de la cuota entre Kenia y Etiopía. Claramente algo no estamos haciendo.

De las cincuentaytantas variedades que florecen comercialmente a lo largo del año en México, cinco lo hacen con autoridad en estas temporadas: crisantemo, clavel, cempasúchil, nube y terciopelo.

Y ahí se acaban las certezas, pues todo alrededor de los ornamentales es muy limitado, sumándose a la mediocridad de un sector primario nacional muy por debajo de su peso. Un ejemplo con el inicio de la temporada de cempasúchil, donde los discursos oficiales acompañaron el empiece del corte de flor.

Hernández Fernández, subsecretario rural estatal, destacó la importancia de la floricultura de temporada, donde aseguró que la producción de cempasúchil beneficia a 500 familias poblanas. ¿Insuficiente? Tranquilo.

Minutos después, Reyes Ayala, la otra subsecretaria, generosamente añadió que eran 500 familias adelante, pero 20 mil las personas empleadas por detrás. Este número no hace sentido agronómico o comercial, pintando más como una salomónica multiplicación «a la SEDESOL», es decir, que una familia tiene cuatro miembros.

¿No le gustó ese número tampoco? Modesta Delgado Juárez, diputada por Atlixco (máxima zona productora de flor de muerto) y productora de flores ella misma, subió la apuesta desde el Congreso. Delgado afirmó, que solo en Atlixco, hay 10 mil familias dedicadas al cultivo, lo que equivaldría a 40 mil personas trabajando en el sector, según sus ábacos oficiales.

Tres cifras, salvajemente distintas, subiendo de la primera a la última en un factor de ochenta.

Las inexactitudes quedaron claras con las exactitudes, pues la secretaria rural Rubí Joven aseguró que Puebla cultiva «15,386 toneladas de cempasúchil», lo que se desvía de la realidad, pero ayuda a diagnosticar las deficiencias.

Ese dato, luego traducido en porcentajes errados, solo contempla venta por tonelada, omitiendo las más lucrativas ventas por planta y manojo. De ingresos —no utilidades— una hectárea en Puebla te daría 60 mil pesos vendiendo por toneladas, en el EDOMEX, por planta, la misma superficie te da cerca de 5 millones de pesos. ¿Cómo? Todo regresa a una polémica tragicómica: la semilla china de cempasúchil.

La semilla china domina el mercado de macetas, pues produce flores con 30 centímetros de tallo, no los imprácticos 70 cm de las criollas. Las flores abren a tiempos conocidos, no en la sabrosa incertidumbre rústica. Las plantas chinas son en general más resistentes, soportando mejor las condiciones de campo, mercado y anaquel.

El problema no es la semilla china, sino lo que representa. El resentimiento no es hacia la tecnología; lo que duele es no poder costearla. Es hacia el propio abandono. Duele que se nos diga que mantener métodos precarios es una virtud cultural.

La queja no es del extranjero; la rabia es no poder competir contra él. Es frustrante ver cómo algo que nació aquí, se perfecciona fuera sin el lastre ideológico que nos paraliza. De paso cobrándonos regalías.

El cempasúchil, como tantas cosas en México, termina vendido al por mayor. En racimos grandes, para que nadie note las flores marchitas que lo acompañan; ni los enormes riesgos de una industria que apunta a desinflarse rápidamente por ineficiencias, creando una crisis ya sea para quinientas o cuarenta mil personas. Diagnóstico válido para la cadena agropecuaria que quiera en este país.