En estos días, cuando la administración federal entrante comienza a definir sus planes de gobierno y promete «alcanzar la soberanía alimentaria» bajo la batuta del secretario de Desarrollo Rural, Julio Berdegué Sacristán, es el momento para subrayar las incoherencias, promesas vacías y pobres diagnósticos que llevarán las riendas agropecuarias del país por los siguientes seis años.
Estos planes, como es costumbre, son construcciones utópicas, el campo se ha vuelto la excusa favorita para vender esperanzas baratas. Mire como muestra «El Acuerdo Nacional del Maíz y la Tortilla».
Prometen bajar el precio de la tortilla —redobles— un 10% en este sexenio. A la fecha, el kilo está a 23 pesos promedio nacional, lo que significa que bajará, si cumplen la promesa, dos pesos con treinta centavos. Van a regalarnos, con mucha suerte, un ahorro de 38 centavos al año. Aplaudimos la audacia, pero nos reímos del cinismo.
Y es que la tortilla ha sido víctima del mismo despropósito que tantas cosas en este país. Cuando inició el gobierno de AMLO —aunque hoy tengamos otra administración, el guion no cambia— la tortilla costaba 14 pesos. Si hacemos la cuenta hablamos de un incremento del 60%. No necesita ser genio para concluir que, aún con la gloriosa reducción prometida, la tortilla seguirá siendo un 50% más cara que hace seis años. El ardid es transparente: nos piden que celebremos como logro lo que es un parche miserable sobre un desastre anunciado.
Parte de este incremento tiene su origen en la desastrosa política energética de la anterior administración, con Sheinbaum dispuesta a replicar la fórmula. De hecho, el maíz en la ecuación de la tortilla es el componente más estable en precios, por lo que la solución poco puede venir desde el sector agronómico.
Ahora, si quieren realmente bajar el precio de la tortilla más de dos pesos —digamos cuatro—, hay una solución más eficaz: eliminen el otro impuesto, el que no cobra Hacienda, sino el crimen organizado. El cobro de piso es un fenómeno tan real como el hambre, afectando tortillerías en estados como Guerrero, Michoacán, Morelos, Ciudad y el Estado de México. 110 mil tortillerías y 15 mil molinos en el país, todos ellos representan un botín atractivo para el hampa. Eliminar ese impuesto del estado paralelo tendría un impacto mucho mayor que cualquier decreto burocrático, pero esa pelea es difícil, y este gobierno nunca elige lo difícil.
Los planes de Berdegué no se detienen ahí. Su filosofía agraria es un encantador eco de tiempos que nunca existieron. El programa estrella de esta fantasía se llamará «Cosechando Soberanía», y, como en las mejores epopeyas, busca incrementar la producción no solo de maíz, sino también de frijol, arroz, leche, sorgo, cebolla, jitomate y chile. Suena bonito en papel, pero la realidad es menos poética.
La estrategia consiste en apoyar a productores en municipios pobres, una receta que sigue condenando a la población a una subsistencia elemental. Este gobierno, como tantos otros, prefiere mantener a una parte del país ocupada en sobrevivir, en vez de darle herramientas para crecer, aprender, y forjar su propio camino.
Apuestan por huertos urbanos y milpas como remedio universal, como si con eso se pudiera alimentar a una nación de 130 millones de habitantes. Hablan de dignidad para los productores, pero omiten que, para los pequeños y medianos agricultores, la realidad del mercado es una trampa cruel. ¿Qué esperanza puede ofrecer el gobierno cuando el kilo de cebolla termina valiendo 7 pesos, gracias a las escalas de mercado, y su cultivo consume tiempo, espacio y recursos que podrían emplearse en algo más rentable?
El verdadero problema es el enfoque. La obsesión por mantener el control de un 15-20% del país a través de estas políticas paternalistas revela el miedo más profundo de este tipo de gobiernos: que el poder coercitivo (el estado) pierda cuota en favor de un poder económico que surja del emprendimiento y la autonomía de sus ciudadanos. Un individuo que se supera es una amenaza; ya no depende del subsidio, ya no obedece al discurso, y, lo peor de todo, ya no necesita pedir permiso para prosperar…. ¡cosechemos soberanía!