En la antigua Roma el plomo se infiltró en la vida cotidiana. Los herederos de Rómulo y Remo, sabiéndolo, lo incorporaron en sus utensilios, tuberías y, de manera insidiosa, en su vino. Hervían el jugo de uva en recipientes de plomo, creando un néctar dulce y mortal. Este metal pesado, silencioso y letal, se acumulaba en sus cuerpos, nublando mentes y debilitando voluntades. Algunos estudiosos sugieren que esta exposición contribuyó importantemente a la decadencia de Roma, minando la salud y la inteligencia de su gente, especialmente sus élites y jóvenes.

Hoy en México enfrentamos una amenaza similar. El plomo sigue presente en nuestra vida diaria, en lugares como la loza de barro vidriado que adorna muchas de nuestras mesas. Este material, tradicional y colorido, suelta plomo en los alimentos, envenenando lentamente a quienes los consumen. Liberando particularmente sus componentes tóxicos ante la presencia de ácidos: o sea ante toda la cocina mexicana.

Los más vulnerables son los niños. Según datos recientes, 1.4 millones de niños mexicanos de entre 1 y 4 años presentan niveles de plomo en sangre iguales o superiores al límite establecido por la normativa vigente.

Las consecuencias son devastadoras. El plomo es un neurotóxico potente; incluso en concentraciones bajas, afecta el desarrollo cerebral, disminuyendo el coeficiente intelectual y aumentando la agresividad. Estudios han demostrado que la exposición al plomo en la infancia está relacionada con problemas de conducta y aprendizaje, perpetuando ciclos de pobreza y violencia.

En décadas pasadas, la gasolina contenía plomo como aditivo. Los gases de escape liberaban partículas que contaminaban el aire, el suelo y, finalmente, nuestros cuerpos. Aunque la gasolina con plomo ha sido eliminada en muchos países, sus efectos persisten en el ambiente y en la salud de las generaciones expuestas. La agresividad y los trastornos de comportamiento asociados con la exposición al plomo son legados tóxicos que aún enfrentamos; piense en cualquier ruletero.

La loza vidriada con plomo es solo una parte visible de un problema mucho más profundo y extendido. Entre los alimentos contaminados con niveles detectables de plomo se encuentran productos como derivados de arroz, trigo y soya; especias como cúrcuma, pimienta y chile guajillo; carnes procesadas como jamón y salchichas; golosinas hechas con tamarindo, e incluso alimentos infantiles elaborados con arroz o soya. Estos no son alimentos aislados ni raros: forman parte esencial de la dieta mexicana, integran la canasta básica y están profundamente entrelazados con nuestras tradiciones culturales.

México, como Roma, enfrenta el desafío de lidiar con un enemigo invisible que se oculta en los aspectos más cotidianos de la vida. Si Roma fue víctima de su desconocimiento, permitiendo que el plomo se infiltrara en su agua, en su vino y en su cuerpo social, nosotros corremos el riesgo de repetir esa tragedia, arrastrados por la inercia cultural y económica. La diferencia es que ahora conocemos las consecuencias: sabemos cómo el plomo envenena la mente, debilita la inteligencia y multiplica la violencia.

La lección de Roma no debe ser ignorada. Si ellos cayeron por no comprender los efectos de su descuido, nosotros, con pleno conocimiento, no tenemos excusa. Regular el plomo en alimentos y productos, aunque desafiante, es imperativo para no convertirnos en la nueva Roma: una civilización que se tambaleó bajo el peso de su propio descuido. Aún estamos a tiempo de cambiar el curso, de proteger nuestra salud sin sacrificar nuestras tradiciones, y de demostrar que aprendimos de la historia para no repetirla.