México es un hombre que va con el estómago vacío y el tanque en reserva. Sabe que debe seguir, pero también sabe que no decide su propio paso. Cada día es un acuerdo silencioso con el vecino del norte. Cada noche, un cálculo de lo que puede faltar mañana.
Sheinbaum indudablemente ganó la pelea comercial contra Trump, dicen los que necesitan que alguien haya ganado algo. Por un mes —lo que dura la tregua— las sonrisas guindas serán imborrables, ¿barcos portaaviones y aeronaves de reconocimiento en-territorio-nacional-dónde? Pero es una victoria que no sabe a independencia ni a fuerza. Es un triunfo de compromisos que pueden romperse en una mala cosecha.
Estados Unidos tiene la mano en la llave del gas, en las semillas de maíz, en los fertilizantes que hacen crecer los campos nacionales. No necesita amenazar, solo esperar. Cuando quiera, gira un poco la muñeca y México siente el apretón. No hay que ser economista para entenderlo. Lo que comemos y lo que quemamos para mover al país depende de ellos.
Si alguien en Washington cierra el paso del gas natural desde Texas, a México le da hambre. Cosoleacaque produce fertilizantes, sí, pero depende de hidrocarburos que no tenemos. Sin fertilizantes, la tierra se cansa. El maíz blanco deja de crecer y el programa de Fertilizantes para el Bienestar colapsa.
Las peleas son solo para los políticos. Para ellos, la guerra comercial es una bandera, un discurso, un aplauso en el mitin. Para los demás, un mal necesario que dura lo que debe durar antes de que la realidad lo derrumbe. Porque México y Estados Unidos pueden jugar a ser enemigos en los discursos, pero en la práctica no funcionan separados. No pueden. Se necesitan demasiado.
Cada decisión en Washington repercute en los campos de Sinaloa, en los establos de Chihuahua, en las estaciones cuarentenarias de Chiapas, en una carnicería en Tlatlauquitepec. Cada negociación en Palacio Nacional termina en los silos del Medio Oeste, en las plantas procesadoras de carne en Nebraska, en los ductos de gas que corren paralelos al Golfo de México-Google-EUA. No hay estrategia en el aislamiento, solo desastre.
Un cuarto de millón de cabezas de ganado mexicano lo saben mejor que nadie. Tres meses varadas en la frontera por el gusano barrenador. Tres meses de vacas en pausa, sin engordar, sin moverse. Tres meses de pérdidas, más de 300 millones de dólares que los ganaderos mexicanos no vieron. Ahora los rebaños empiezan a moverse otra vez, pero con restricciones tras una crisis sanitaria derivada de corrupción veterinaria y aduanal.
Pero la interdependencia no solo se juega en los acuerdos comerciales. También en las amenazas. H5N1, la gripe aviar. Un año atrás, un susto. Hoy, una epidemia en expansión. Más de 900 hatos infectados en Estados Unidos, humanos contagiados, un muerto. México no reporta nada de esa gravedad. Tal vez el virus se asusta con la retórica de Trump. Tal vez se siente cómodo en el estado de bienestar del segundo piso de la transformación. Será un virus trumpista con respeto a las fronteras.
Lo que está claro es que la realidad va más rápido que la política. Que la crisis no pregunta si el presidente es demócrata o republicano, si la ideología es de izquierda o de derecha. Hoy hay gas, hay maíz, hay carne en los anaqueles. Mañana, quién sabe. Se nos haga la boca chicharrón.