El delirio siempre encuentra un establo donde guarecerse, y en el caso del Crédito Ganadero a la Palabra, el delirio se aparejó con la nostalgia del campo idílico, donde el pasto crece sin pedir permiso, las novillonas dan leche con sabor a patria y los ganaderos, intachables, devuelven crías vacunas como acto de gratitud republicana.

Pero el campo mexicano, cruel en su realismo, desnudó la fantasía y dejó en su lugar una estampida de irregularidades, un rastro de becerros flacos y la evidencia de que la administración 4T, al menos en este episodio, pecó de la misma ingenuidad que una ternerita sin destetar.

El cuento se contó a sí mismo desde el principio. «Novillonas para todos», decía el presidente López Obrador en las giras de entregas, con la certeza de quien narra la historia de los Reyes Magos a un niño que aún no descubre los empaques en la basura.

La idea era tan simple como utópica: entregar 10 novillonas y 1 semental a pequeños productores, quienes, en un pacto de confianza —sin papeleo y sin intereses— devolverían con creces el favor recibido. El Pueblo Bueno.

Bastaba con criar al ganado y, en unos años, regresar un animal por cada uno recibido, dos si era un semental. Un trato redondo, de esos que sólo existen en las mañaneras y en los discursos políticos cuando la realidad aún no ha pedido la palabra.

El problema, claro, es que la palabra es una moneda devaluada cuando no se acompaña de planeación. Desde su concepción, el programa evidenció un defecto de fábrica: la Secretaría de Agricultura lo puso en marcha sin diagnóstico, sin un estudio serio que justificara su implementación.

Más que política pública, parecía una intuición política presidencial, un acto de fe en la honestidad del pueblo, esa misma que, según el presidente, es la mayor riqueza de México. Aunque por pura precaución se recortó el programa de 4 a 1 mil millones.

Pero la fe, como la ganadería, requiere más que buena voluntad para dar frutos. Pronto llegaron los primeros síntomas de la enfermedad. Reportes de beneficiarios que, en lugar de recibir el robusto ganado prometido, fueron dotados de animales enfermos, sin los debidos registros sanitarios, condenados a morir antes de repoblar el campo. De los 174 bovinos auditados por la ASF, ni de uno se pudo acreditar su identidad en el Sistema Nacional de Identificación Individual de Ganado. Como si hubieran sido creados por decreto y desaparecidos por la realidad.

Hubo quienes denunciaron que sus nuevas adquisiciones, lejos de mejorar su producción, les trajeron pérdidas irreparables, infectando a su propio ganado y desestabilizando economías familiares. Para otros, el programa simplemente nunca llegó: el recorte presupuestal hizo que la entrega se limitara a un puñado de estados, y como en una maldición cíclica, el sur-sureste del país se llevó la tajada más grande, en un intento de repoblar la visión idealizada de una zona ganadera que sólo existe en los campechanos discursos presidenciales.

La lógica parecía simple: repoblar el sureste con la esperanza de que algún día se convirtiera en el epicentro lechero del país, como si las condiciones climáticas, la infraestructura y la tradición productiva pudieran crearse de la noche a la mañana. Pero la ganadería no funciona con decretos, y el fracaso del programa fue tan contundente que, tras un solo año de operación, se canceló sin ceremonias. Ahora conocemos los resultados de las auditorías.

Hoy, a seis años del lanzamiento de la iniciativa, ni una sola res ha sido devuelta al gobierno, ni un solo becerro ha regresado para cerrar el círculo virtuoso de la confianza. No hay rebaños prosperando en el sureste. No hay responsables que rindan cuentas. Lo que solo significa una cosa en este país. Apostar el doble a las malas propuestas. Poner dinero bueno en ideas malas y ahora renombrarlo Plan Campeche con la presidenta Sheinbaum. Y vendrán cosas peores.