La verdadera tragedia mexicana es el desencuentro con su propio calendario: avanzamos con la prisa del siglo XXI y tropezamos, una y otra vez, con los resabios del XVIII. Acapulco acaba de vivir la parábola perfecta. Diez mil motociclistas—centauros de escape libre y chaleco de cuero—invadieron la Costera con el estruendo de un enjambre metálico. Festival Acamoto 2025. Dejaron, tras su procesión pagana, ocho cuerpos inertes sobre el asfalto, cuarenta y dos arrestos, ciento quince fierros asegurados y una costra de basura que, al amanecer, pesaba ciento diez toneladas.

Las cifras son frías, pero revelan el cortocircuito entre el goce actual y la añeja ausencia de civilidad. El Acamoto nació al calor de las redes sociales, se impulsó con la adrenalina de la cultura biker y terminó exhibiendo que el Estado mexicano sigue sin saber someter una fiesta masiva que se organiza sola. Como las que puede ver en cualquier esquina de cualquier lugar de México.

Como un péndulo que oscila entre la anarquía y la normatividad, el Congreso de Puebla se apresura—demasiado tarde—para ordenar a las mismas bestias de dos ruedas. La diputada Laura Artemisa perfila una reforma que exige cascos con matrícula visible, chalecos fosforescentes y límites de pasajeros; es decir, la ritualización legal de lo que debió ser sentido común. ¿Funcionará en una realidad donde la moto puede comprarse a meses sin intereses y circular, impune, sin placas? El país se mueve más rápido que su legislador; las leyes, como siempre, avanzan al paso renqueante de una mula vieja.

Pero la velocidad no es solo física; también es viral. Dos días después de los primeros choques en la Costera, una fotografía de un coche de Google Street View (el servicio de Google que toma fotos en las calles), hundido en un arroyo de Estados Unidos, apareció rebautizada como la prueba de que acapulqueños furiosos lo habían apedreado por «atraer huracanes».

La noticia falsa se esparció con la misma ligereza con que se envía un mensaje de voz: bastó la sombra del huracán Otis y el miedo colectivo al cielo para que la mentira pareciera verosímil. Algunos portales replicaron la historia sin pestañear; otros la adornaron con detalles pintorescos—vecinos que rezaban al Santo Niño del Mar, viejas que juraban oír zumbidos satánicos. Un día más tarde, los verificadores demostraron que todo era ficción, pero la posverdad ya había tatuado su grafiti en la pared de nuestra credulidad.

No es un desliz aislado, no es la primera vez que el mito vence al dato. Puebla conoce desde hace más de tres lustros la liturgia de los cañones antigranizo: tubos que disparan ondas de choque al cielo con la promesa de deshacer los cúmulos que amenazan las cosechas o los automóviles recién pintados en las armadoras de autos estatales. Agricultores indignados, políticos oportunistas y empresarios defensores llevan años enzarzados en un debate que apenas entiende de meteorología. El cañón ruge y la gente decide creer que la máquina es capaz de torcer la voluntad de las nubes.

Así hilvanamos nuestras jornadas: un carnaval de motores que convierte la vía pública en pista de choque y anarquía, un congreso que legisla siempre a contrarreloj, un rumor digital que nos regresa al miedo ancestral.

Nos faltan los oficios de la nueva polis: la alfabetización tecnológica, la ética de la evidencia, el elogio a la inteligencia, la cortesía civil que convierte la regla en costumbre. Sin ellos, seguiremos batallando por un lugar en la mesa del futuro con los modales del medievo. No basta presumir que vivimos en tiempos modernos; hace falta civilizarnos para aprovecharlos. De lo contrario, repetiremos la escena primordial: un primate que encontró un palo en llamas tras un relámpago y, sin entender su poder, terminó con las manos chamuscadas y la selva incendiada.