El Papa Francisco nos ha dirigido el año pasado un hermoso mensaje en su exhortación apostólica “alégrense y regocíjense”, sobre el llamado a la santidad en el mundo actual. Desde el inicio de su reflexión el Santo Padre nos propone que tomemos en cuenta que “El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados”. (GE 1)

Se trata, pues, de ser santos, encarnando en nuestra propia vida la enseñanza de Jesucristo, en un proceso que nos conduce a la felicidad plena. No hay oposición alguna entre querer ser felices y ser buenos cristianos. Al inicio del capítulo tercero del citado documento, el Papa lo deja muy claro: “Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas” (GE 63).

Ser felices entregando confiadamente nuestra vida al Señor

La Palabra de Dios que reflexionamos este domingo, nos presenta dos escenarios en los que se sugiere una antítesis. Se contraponen la bendición para quien confía en Dios a la maldición para quien confía en el hombre (primera lectura, salmo responsorial). Lucas en el Evangelio opone la dicha de los pobres y hambrientos, de los que lloran y son odiados a la desgracia de los ricos y de los satisfechos, de los que ríen y de los que son alabados por todos. Finalmente, en la segunda lectura, se da una contraposición entre los que no creen en la resurrección de los muertos (algunos corintios) y los que en ella creen, ya que Cristo ha resucitado (Pablo y toda la tradición cristiana).

Bendito quien confía en el Señor

La vida humana es un ejercicio continuo de confianza. Los hijos confían en sus padres, los padres en los hijos. El esposo confía en la esposa y viceversa. El alumno confía en el maestro. En la vida espiritual toda la confianza se ha de poner en Dios, porque esa vida es completamente obra de Dios, los hombres son sólo colaboradores. Puedo confiar en un sacerdote, pero en cuanto representa la bondad y la misericordia de Dios; puedo poner mi confianza en un catequista, en la Palabra de Dios, en los sacramentos, pero no es tanto en ellos cuanto en el Dios que a través de ellos me habla, en el Dios que me comunican. Si pusiera sólo mi confianza en el sacerdote, catequista, Biblia, sacramentos, sin llegar hasta Dios, tarde o temprano esa confianza se apagaría, quedaría decepcionado de todos ellos, mi vida perdería sentido, y comenzaría a ser juguete de mí mismo y del ambiente que me rodea.

"Maldito" el que confía en el hombre

Conviene aclarar que aquí no se habla del hombre "como mediador" entre Dios y los hombres, sino que se refiere a las cualidades, a las fuerzas y a las seguridades humanas, a los medios humanos, sean los míos, sean los de otros. En el campo espiritual, el poner la confianza en las "cosas humanas" termina en fracaso seguro. Por ello, el rico, el satisfecho, el que ríe y el que es por todos alabado, es llamado "maldito", no porque sea rico, satisfecho..., sino porque pone su seguridad en su riqueza, su satisfacción, su diversión, la alabanza humana; es decir, confía en sí y en sus cosas, y no en Dios. Igualmente, el que confía en el hombre o en sí mismo es como un cardo en la estepa, seco y sin fruto. Definitivamente, una vida estéril, improductiva para el Reino de Cristo

¿Puede un hombre, que sufre pobreza, enfermedad, desprecio...ser feliz, si confía en el Señor? La respuesta es claramente afirmativa. Hay miles y miles de enfermos que sufren, algunos con dolores indecibles, a quienes Dios les regala una sonrisa siempre fresca y estimulante. Claro que la perfección de esa sonrisa tendrá lugar en el cielo, cuando puedan abrazar definitivamente al Dios de su consuelo. Hay muchos seres humanos que han sido calumniados, olvidados, vejados por sus hermanos, y no guardan rencor alguno, y saben perdonar, y atesoran en su interior una paz y dicha inimaginables. Paz y dicha que lograrán su coronamiento en la otra ribera de la vida, cuando triunfe la justicia y la verdad... Parece claro que las bienaventuranzas evangélicas no son sólo para vivirlas en "el más allá"; son una experiencia que se vive entre la realidad y la esperanza.

Sea alabado Jesucristo.

Pbro. José Ramón Reina de Martino