En este Segundo Domingo de Adviento, la idea que sobresale por encima de todo es el párrafo evangélico que sin duda alguna nos llama a la conversión. Esta es la llamada que se ha hecho a lo largo de los siglos, primero Isaías, luego San Juan Bautista, luego en plenitud el mismo Jesús y finalmente, San Pedro, ya que en el día de Pentecostés será lo que pida a los judíos en nombre de Cristo resucitado.

Antes y por encima de lo que se dice, pongamos la mirada en quién lo dice. El testimonio es importante, pero el testigo lo es más.

La gente va al desierto a oír a San Juan Bautista, y en él todo es importante, pero decisivo es él mismo, su persona, su testimonio. Hasta tal punto que los evangelistas se muestran muy solícitos en señalar, al hablar de la importancia y grandeza de San Juan Bautista, que no es Jesús, sino solo su mensajero.

San Juan Bautista tiene la autoridad de la convicción, tiene escuela y discípulos; tiene prestigio y goza de admiración. Pero en ningún momento se pierde creyéndose lo que no es. Él tiene muy clara su misión y trata de difundirla sobre todo con su vida. Su rectitud y honradez llegan a ser admirables. Su misión es anunciar “al que viene detrás de mí, está entre vosotros, puede más que yo y no merezco ni llevarle las sandalias”. Mateo 3, 1-12

Su profundo respeto a la Palabra que anuncia le hace ser sumamente cuidadoso, y lo lleva a vivir con coherencia, vive en el desierto, viste con piel de camello y se alimenta con saltamontes y miel silvestre. Antes que su mensaje hablado, lo antecede su testimonio vivido.

Y es allí en el desierto donde San Juan Bautista no solamente habla, más que eso, grita; grita la llamada a la conversión que él mismo vive. “Por aquellos días, Juan se presentó en el desierto de Judea predicando” y mostrando la Palabra. Porque él es sólo la voz que anuncia. Señalará el camino, porque él no es el camino sino “el que lo allana y prepara”. Él no es el que ha de venir, sino el que lo muestra.

El que ha de venir, el que ha sido esperado desde el tiempo de Isaías y por San Juan Bautista no es un sueño imposible hasta ahora, ya que muy pronto será una realidad. Prepárense porque la salvación está cerca, está llegando. Y por eso invita a recibirla con gozo y esperanza, que se traduzca, luego, en signos eficaces de conversión: en frutos de justicia, de bienestar y de paz.

Tanto Isaías como San Juan Bautista, y luego Jesús mismo, hacen una llamada urgente a la conversión, porque se acerca el Reino de Dios. “Se acerca el Reino de Dios; convertíos y creed en la buena Noticia”. Hay que creer en lo que va a venir, en lo que se espera; y hay que abandonar lo viejo, lo caduco, lo antiguo, para abrazar el nuevo camino de salvación. Convertirse es cambiar el corazón, la actitud, la mentalidad, y, como consecuencia, la vida. Convertirse es también no escudarse pensando que no necesitamos cambiar porque “Abraham es nuestro padre”, porque siempre hemos sido… La conversión es propia del Adviento, pero no exclusiva. Convertirse es un hábito, no un acto; y vamos a necesitarla siempre.

La cercanía del Reino de Dios significa la posibilidad de un mundo donde haya más justicia, más paz, más benevolencia, más amor. Y, siempre con respeto a las personas, denunciar las estructuras injustas, opresoras e insolidarias.

Esta misma cercanía nos invita a cuidar nuestra actitud durante la espera, durante nuestro adviento. Hay que esperar gozosa y activamente, siguiendo las consignas de Isaías y de San Juan Bautista. Éste, en concreto, antes de predicar se retira al desierto y luego, porque vive como un ermitaño, habla de penitencia, de limpieza, de justicia, de honradez y rectitud.

Porque pedir conversión, predicarla y ofrecer signos que la simbolizaran no era exclusivo de San Juan Bautista. Los fariseos y saduceos también la tenían en cuenta. Lo significativo en este caso es como San Juan Bautista lo entendía. Los fariseos, en palabras de Jesús, eran aquellos que “teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. Pero, por otra parte, los fariseos eran observantes de la Ley y de cuanto ésta mandaba.

San Juan Bautista, y luego Jesús, no excluyen este cumplimiento, sino que lo suponen para lograr un cambio total en la relación con Dios, con uno mismo y con los demás. A eso se refiere el dar frutos dignos de penitencia, porque el árbol de donde proceden es un árbol bueno. Estos frutos serán los que validen o no nuestra vida, por encima y al margen de si procedemos de Abraham o de otros padres no tan emblemáticos.

Así con este nuevo enfoque, la conversión empieza en nuestra relación con Dios, continúa en el cuidado de las actitudes y valores y se manifiesta, finalmente en el comportamiento. Y así entendemos que aquel comportamiento tan exquisito que tenían los fariseos en el cumplimiento de la Ley también necesitaba conversión, no porque estuviera mal lo que hacían, sino porque faltaba la base interior de la relación nueva con Dios y las actitudes que ésta proporcionaba. Tenían que abandonar su intransigencia y su engreimiento para entrar en el Reino de Dios. Luego todo se completaría con el bautismo de Espíritu Santo y fuego, para llegar a ser de verdad hijos de Dios.

Maria, el mejor testigo

Retomando la importancia del testimonio, también pongamos nuestros ojos en este segundo Domingo de Adviento en María Nuestra Madre, en la fiesta de su Inmaculada Concepción. Y para ello retomo los que el Papa Pío IX, en la bula Ineffabilis Deus del 8 diciembre de 1854, declaró:

“La Virgen María en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente y en previsión de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de pecado original”. Por tanto, María fue también redimida por Cristo, pero de manera única, al ser librada de la culpa original de forma preventiva y de toda experiencia de pecado. Nosotros fuimos sacados fuera del fango del pecado; ella no cayó en él.

Por ello María es el mejor testigo de la misericordia de Dios que viene a nuestro encuentro para convertirnos. Ella nos señala el modo de acoger a Jesús durante este tiempo de esperanza, es Ella quien mejor nos enseña a recorrer este camino, preparando nuestra mente y corazón para que Cristo nazca en nuestras vidas.

Pbro. Juan Alberto Pérez Fernández