Contagiados por lo que ha pasado en otros países del mundo, el coronavirus –y el espanto que nos provoca– está empezando a ocasionar daños en México. En el artículo que escribió la semana pasada en el País, Mario Vargas Llosa nos recordaba que la peste ha sido una de las peores pesadillas de la humanidad. El terror que nos causan estas epidemias está asociado con el miedo a la muerte.
Pero el escritor peruano también decía que "...todo lo hermoso que tiene la vida, la aventura permanente que ella es o podría ser, es obra exclusiva de la muerte, de saber que en algún momento esta vida tendrá punto final (…) Que si la muerte no existiera la vida sería infinitamente aburrida, sin aventura ni misterio, una repetición cacofónica de experiencias hasta la saciedad más truculenta y estúpida” (El País, 15 marzo 2020).
Esto lo entienden bien los aficionados a los toros. La fascinación de la fiesta brava viene asociada a la lucha contra la muerte. Al triunfo de la vida sobre la muerte.
Las corridas de toros son un espectáculo cruento. Hay sangre y muerte. Eso provoca las pasiones que se viven en la plaza. Sabemos que las acciones de los protagonistas de la corrida tienen consecuencias.
El toreo ha sido descrito por innumerables poetas, filósofos, intelectuales de muy diversas ramas como arte de sol y sombra, de triunfo y muerte, de valor y belleza: es decir, es realidad de los más diversos contrastes que están implícitos en la vida misma.
Un taurino aprecia un ritual que no se encuentra en otro tipo de espectáculos o deportes porque se sabe que un instante es frontera no sólo entre el triunfo o el fracaso sino quizá ente la vida y la muerte y por ellos hay que estar siempre preparados.
Una de las cosas que nos definen como seres humanos es nuestra actitud personal ante la muerte.
Octavio Paz explica que "la vida sólo se justifica y trasciende cuando se realiza en muerte. Y ésta también es trascendencia, más allá, puesto que consiste en una nueva vida". ("El peregrino en su patria". Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 45).
Enrique Tierno Galván decía que la admiración a los toreros revalida la sabiduría antigua que sólo el aventurero y burlador de la muerte vive de modo superior a los demás. Ignacio Sánchez Mejías, por su parte, explicaba que el toro representa a la muerte, así que matar al toro es equivalente a derrotar a la muerte misma. Y afirmaba que "saber torear es saber vivir".
Por lo tanto, ante la adversidad que estamos viviendo, podemos aprender de los cánones del toreo. Desde que Pepe Hillo escribió su tauromaquia en 1796 sabemos para torear hay que parar, templar y mandar.
Parar, en el idioma taurino, quiere decir que después de haber hecho el cite se debe esperar al toro quietos, con los pies firmes en la arena.
Templar es moderar el paso del toro con el movimiento del capote o de la muleta, dando lugar a que baje la cabeza y se acople a la velocidad que el torero desea llevarlo. El matador tiene que superar sus limitaciones físicas, su torpeza humana, así que también debe templar sus emociones, dominar su cuerpo y así evitar la herida y la cornada.
Mandar significa controlar al toro con el engaño, obligándolo a seguir la trayectoria definida por el torero, desde que el pase comienza y hasta que termina para quedar colocado en el lugar necesario para continuar ligando pases.
El héroe está constantemente amenazado por la presencia de la muerte y por la realidad que representa el toro. Y para vencer debe parar, templar y mandar.
Ante la epidemia que estamos viviendo, como siempre que enfrentamos a la muerte, tenemos una gran oportunidad de definirnos.
Los cánones de tauromaquia nos muestra la manera de enfrentar la adversidad: Parar, templar y mandar. Si hacemos estas tres cosas, lo estaremos haciendo bien. Saber torear, como decía Sánchez Mejías, es saber vivir.
Con información: Al Toro México