“¡Llévese su máscara!” resuena el grito a la distancia; a lo lejos se ven diferentes locales con colores brillantes, opacos, chillantes. Entre más cerca se contagia la adrenalina de la gente, que se une hasta quedar cuerpo a cuerpo; todo por conseguir un boleto para la Arena Puebla, esperando que sea una gran noche.
Hombres y mujeres caminan entre la multitud, aprovechan el tiempo para comer una cemita, mientras La Güera sigue vendiendo máscaras como lo ha venido haciendo por décadas, contra esquina de la arena: canta a todo pulmón, como es su toque personal.
A interior del coloso se ve a un hombre subir y bajar las escaleras con una gran cubeta amarilla, manchada; luce con desgaste. En el interior lleva refrescos y cervezas; la consigna es simple: si no grita, no vende.
El escenario cumple con la tradición del pancracio, pues cada bando asume su postura y es fácil identificar si los rudos o técnicos lanzarán al aire todo el pulmón que la lucha amerite.
Es imposible no tomar partido, el sudor y la sangre quedan en la lona, sucumben las cuerdas y la fiebre del respetable llega a lo más alto de los decibeles.
La batalla comienza, toma su curso, tiembla el mismo suelo con silbidos y mentas de madre que apenas recuerdan la fragilidad del cuerpo: ¿cómo no tomar partido del momento?
El cuadrilátero es la representación natural de la condición humana; la lucha libre se vive sin reservas en Puebla, y no es para menos. El templo del dolor revive las eras de los mismos gladiadores en búsqueda de la gloria, del aplauso: de la inmortalidad.