La vida es como las candelas, se van derritiendo hasta que se quema el último cachito de pabilo; siempre y cuando no venga un viento malvado y frío y la apague antes de lo que uno deseara, antes de tiempo. Hay candelas grandes, chicas y medianas, cirios pascuales y velitas de cumpleaños, ¿de qué dependerá? No tengo la menor idea.
Hay vidas que alumbran la vida de otros, aunque también, hay vidas que achicharran lo que tocan… pero todas alumbran, para bien o para mal y todas están hechos de lo mismo: cera y una mechita que prendió con nuestro primer chillido al entrar a la vida. De ahí pa’ delante empezarán a darnos forma o a deformarnos. Obviamente iremos alumbrado de acuerdo a la torcida que nos dieron, a como nos conformó nuestra circunstancia de vida. Esto es lo que hace que cada uno de nosotros seamos únicos, distintos.
Pero eso sí, si el macegual que tenemos enfrente no piensa como uno, lo consideramos un tarado, loco, débil de carácter, enojón, mala onda, etcétera, etcétera. Jamás tomamos en cuenta que somos resultado de nuestros primeros años, que nos torcieron, nos doblaron o de plano nos hicieron rosca. Agrégale a esto los palos y los calambres que te va dando la “veladoesca” vida; acabamos siendo lo que nunca hubiéramos querido ser ni vivir: en pocas palabras, conforme se va uno derritiendo, al paso de los años, te das cuenta que no sabes ni como llegaste a ser lo que crees que eres ni lo que en realidad eres.
Y es que está canijo que la veladora esté consciente de que ella, la veladora, es luz y que lo que ve son simples sombras de su calenturienta imaginación.
Ahora si prefieres pensar que esta vida es “un camote” en lugar de una velita con luz, estás muy en tu derecho.