Cuando era niño tenía un amigo invisible. Una de las cosas que decía era: “Observa las nubes, observa las estrellas; ellas guardan en sus labios un secreto maravilloso, uno que aliviará tus penas para siempre. Obviamente, en aquel entonces mi penas eran muy simples, pero igual de dolorosas que las de cualquier adulto mayor.
Con los años, mi amigo invisible se desvaneció, pero se me quedó la costumbre de mirar al cielo y a las estrellas. Lo curioso del caso es que me he dado cuenta que los adultos estamos tan preocupados en ver nuestras huellas que ya no tenemos la costumbre de levantar la cabeza para ver lo que sucede allá arriba.
Por algo, los niños se quedan embelesados mirando al cielo. Recuerdo con cariño a mi primo, un niño soñador que podía pasarse las horas sentado en la banqueta volando en las estrellas de la noche, al igual que yo con mi amigo invisible.
Con los años, uno va perdiendo la habilidad de soñar y con eso, la capacidad de volar en libertad. Permanece uno pegado con kolaloca a las cosas que nos hacen sufrir y que nos hacen olvidar que uno tiene derecho a vivir y a soñar, a pesar de lo que la gente y nuestro entorno piense, porque al fin y al cabo, a la hora de la hora, a la gente le importará un camote lo que uno sienta y piense.
Para volver a alcanzar esa felicidad de cuando uno era niño, es necesario volver a amarse a uno mismo. Nadie puede dar felicidad si no es feliz primero, ni mi felicidad es responsabilidad de otro.
No, no es egoísmo. Cada uno de nosotros es un ser único e independiente, por lo tanto, cada quien debe ser responsable de sí mismo y de su felicidad. Hay que volver a mirar al cielo y las estrellas.