Lector querido: La semana pasada –el viernes– me dio un tramafat (término médico acuñado por Héctor Suárez, en el siglo pasado). El tramafat es algo así como un ataque, como la calambrina o una especie de supiritaco inespecífico.
En pocas palabras, ya me estaba cargando el pintor, pero mi fortaleza mental y espiritual y la majestuosa agilidad amorosa de mi vecina hicieron posible que yo siga aquí, en este valle , en este moreno valle, en el que sobrevive el que tiene más saliva p´a tragar pinole (diría mi abuela).
Sirvan estas palabras para agradecer a mis amorosos parientes que me acompañaron en este trance. Trance heroico, heroico, porque llegar a un hospital de urgencias, donde el tráfico, las señalizaciones y el respeto al manejador de junto han desaparecido de nuestra angelical Puebla, haciendo ver a chilangolandia como la ciudad ejemplo de cortesía y de respeto irrestricto.
La verdad es que un buen tramafat sacude a no sólo al que lo sufre, sino al que te ve cómo te vas poniendo como sirio del Señor de Las Maravillas, pálido y ojeroso. Sudas frío y los ojitos, como que bailan a ritmo de samba de los ochentas.
En fin, por poco y no me tocan las elecciones, elecciones que sin duda provocarán un buen de tramafats a varios angelicales suspirantes al dólar y a la manipulación.
Cuando me dio el tramafat recordé que años atrás, ya había pasado por ese trance, por lo que llegué a la conclusión de que eso de morir “no es cosa del otro mundo” –diría Otaola, el connotado escritor sudamericano; aunque debo reconocer que, por muy bragado que seas, sí da un poco de ñáñaras, porque escuchas la voz de tu atribulada conciencia a la que no le ves la cara de macehual.