Me habló mi compadre.
—¿Qué tal las estaciones?
—“Sí hombre, están del cocol, esto es el infierno”, le contesté.
—¿Pu´s de qué hablas?
—“De las estaciones del trenecito de Cholula”, le respondí.
—No güey, te pregunto del calor.
—“Ah, ¡el calorón!, la neta me siento rostizado”, comenté.
—Te sientas, ¿en dónde?
—“Me siento de sentir, aclaré. ¿Y qué sientes?
—“La verdad harta pena porque ya se nos va el avión”.
—¿Cuál avión?, no decías que era un trenecito, el de Cholula.
Como habrás leído, lector querido, con los años uno se encamota con facilidad y no solo te encamotas, si no que tus hábitos cambian, por ejemplo: Nunca imaginé que al cabo del tiempo yo terminaría convertido en un fanático de la “siesta brava, así como lo oyes. Hoy vivo la “siesta brava” con singular pasión.
A eso de la cuatro de la tarde (la hora mágica), parto plaza hacia mis sagrados aposentos, me tiro sobre la cama, ruedo un poco, se abre la puerta de mi inconsciente, y con singular bravura me envisten los pendientes.
Con elegancia y gran valor me paro inmóvil ante ellos esperando la brava envestida. Con finura sin par brindo una rebolera inigualable con la sábana que dejo caer sobre mis pies. En el último tercio, a la hora de la verdad, mi subconsciente busca las tablas de la cabecera de mi cama, saca la casta que me define, y con certera estocada y a volapié, mis pendientes ruedan como fulminados por un rayo y mis esqueleto no duda en pedir “la vuelta al ruedo”.
Ruedo para salir airoso de semejante lid. Salgo en hombros, o mejor dicho, caigo en brazos de Morfeo, para recibir la ovación de mi sistema nervioso y mis neuronas. Esto, es vivir “la siesta brava” en todo su esplendor.
Así es esto, los años te hacen y moldean como les de su gana, aunque en realidad, los años no tienen la culpa de nada. Son nuestros deseos e intereses los que nos transforman en algo, algo inesperado, para bien o para mal.