En 2014 se interrumpió la vida de un menor en Puebla de nombre José Luis Alberto Tehuatlie Tamayo, hijo de doña Elia Tamayo, una humilde pero combativa mujer que trabajaba en el campo para ayudar a la manutención de la familia.
Tehuatlie Tamayo, este 9 de julio tendría 18 ó 19 años y probablemente estaría en la disyuntiva sobre su futuro: seguir el ejemplo de un padre ausente y lejano en el campo veracruzano en donde también era labriego o cursar una carrera universitaria.
Ni una ni la otra porque una bala de goma le perforó el cráneo que le provocó exposición de masa encefálica, muerte cerebral y luego vino la tragedia.
Cuando el cuerpo médico que atendía el niño Tehuatlie Tamayo comunicó a la abuela la muerte cerebral había dos mujeres que la acompañaban: Araceli Bautista, actual regidora en el Concejo Municipal de Santa Clara Ocoyucan y Yazmín Curiel, la profesional reportera que se mantuvo en guardia en espera de la funesta noticia, una exclusiva que sólo ella obtuvo luego de horas de guardia y empatía con la familia sumergida en la tragedia y dolor.
La muerte del niño que apenas tenía 13 años de edad era un escenario altamente probable. El autor de la columna habló con un especialista en neurología y había anticipado ese desenlace, casi inevitable con una herida en la cabeza como la que había descrito la familia.
Por otro lado Bautista supo en carne propia la dureza con que se gobernaba en ese tiempo al estado de Puebla con un mandatario como Rafael Moreno Valle y un grupo feroz que no admitía réplica ni disonancia. Al hijo de la actual regidora, Javier Montes Bautista, quien era presidente de la junta auxiliar de Chalchihuapan lo acusaron y metieron a la cárcel durante meses, por protestar por el retiro de los servicios del registro civil, infortunio que compartió con su símil de San Miguel Canoa, Raúl Pérez.
El artefacto que hizo blanco en la cabeza provocó una de las peores tragedias en el contexto de la lucha desigual por defender derechos ciudadanos y la plutocracia de un grupo que no guardó un sólo remordimiento por las atrocidades de ese pasado no tan remoto.
Las secuelas del choque entre granaderos al servicio de Facundo Rosas, el ex secretario de Seguridad y los habitantes de Chalchihuapan no han terminado. La huella es tan profunda como la indignación de quienes vimos en primer plano la muerte de un niño que no debía haber muerto.
En un lustro nadie puede decir que la vida de los poblanos antes y después de ese 2014 es la misma. Reputaciones jurídicas quedaron hechas añicos, una clase política desacreditada, un conjunto de medios dóciles, alabando al poderoso difundiendo mentiras para cubrir a los asesinos y un microcosmos como Ocoyucan, lleno de agravios.
El duelo ha pasado, pero la memoria no puede olvidar el oprobio que se vivió hace cinco años. Más que nunca se necesita una memoria viva para condenar lo sucedido. La vida del niño que fue hoy hace cinco años lo vale.