Escribe mi amiga Teresa Valdehita, me cuenta que durante el encierro que se corre desde hace casi quinientos años en su villa, un toro ha cogido a Ramón el electricista del pueblo y le ha pegado una cornada gorda: “¡Nos dio un gran susto!” pone, sin embargo, después leo que al hombre le salió barato, porque a otro lastimado, un turista, un toro colorado se ensañó con él y le pegó la friolera de seis cornadas.

Brihuega se levanta en una meseta en la vega del río Tajiño. Dentro de las celebraciones de la Semana Grande, cada dieciséis de agosto se corre el encierro. La carrera de Brihuega tiene la belleza de lo íntimo, allá llegan corredores de diversos lugares, pero hay muchos de la población que se la juegan a cara o cruz. Cerca de las seis de la tarde salen los garrochistas y se van al llano a traer los toros. A las seis y media suenan tres estampidos y los cohetones atraviesan el celeste y oro picado de campanarios, participando a los corredores que los toros han sido liberados. Este año, por cierto, fueron preciosos ejemplares de la ganadería del Montecillo.

En Brihuega, durante el encierro hay varios personajes, el toro, el caballo, los corredores y la villa misma, porque la arquitectura del lugar es una gran protagonista, que como en gran parte de la amada España, sobre lo cartaginés, quedaron las ruinas romanas y también, las islámicas, más las de la cristiandad y a saber si por allí estuvieron íberos, fenicios, griegos y demás. La cuestión es que las calles del pueblo están adosadas de historia, de belleza y tradición. Eso sin tomar en cuenta el horizonte a los cuatro vientos con los encinares, cipreses, y desde luego, los campos de lavanda.

En la vida, se dan cariños entrañables que están revestidos por el misterio. La primavera pasada, visité Brihuega y estando en un jardín que bien podría servir de escenario para una película de Paolo Sorrentino, conocí a un artista plástico que en el lienzo retrataba el lugar. Cuando Sergio del Amo Saiz, por mi acento al hablar, se percató que yo era mexicano, me dijo: “Tuve un amigo de tu país, un torero, vivió un tiempo en Guadalajara”. La plática dio pie para un montón de remembranzas, el amigo que descubrimos en común, era Rodolfo Rodríguez El Pana. Me contó cosas que yo ya sabía, el drama de su abstinencia por alcoholismo, el sueño nunca realizado de torear en Las Ventas y luego, recordamos el triunfo en esa Guadalajara española con el traslado de El Pana en una calandria del hotel a la plaza, el habano encajado en los labios, el paseíllo y finalmente, la faena al toro aldinegro con el lance de la veleta para recibir, las verónicas mecidas, el tercio de banderillas con tres pares al quiebro y los molinet es, derechazos, naturales y pases de pecho con sello de fotografía muy vieja de las de color sepia.

Otro punto de coincidencia en lo de los amores, es que la Brihuega del siglo XVI dio a mil de sus hijos para que vinieran a trabajar a mi ciudad, a Puebla de los Ángeles. De eso, me entero en el libro Relaciones Trasatlánticas en el Imperio Español. Brihuega, España, y Puebla, México. 1560-1620, escrito por la investigadora Ida Altman. En mi tierra, los briocenses se dedicaron a la agricultura, a la ganadería y a la fabricación de paños. Esa es la razón de que la ciudad angélica, desde el virreinato, haya tenido tan acendrada tradición textil.

El mensaje de Teresa me sume en la nostalgia de los grandes recuerdos, la conversación con Sergio, la comida bajo una parra que nos daba sombra con el alcalde don Luis Viejo y otros amigos, la memoria del querido Rodolfo, su embrujo y su personalidad caustica, insobornable. Hay toreros que son para siempre aunque ya no estén aquí. En la pantalla queda el mensaje y con él mi gratitud a Teresa a su amable hospitalidad y a la de su familia. Y la ilusión, cuando otra vez, yo vuelva a la Alcarria, la del viaje de Camilo José Cela.