A José Luis Luna, por los recuerdos compartidos.
Junto con su sol dorado de mañanitas transparentes y frescas, estas nostalgias, también, las trae el otoño. Para el que esto escribe, el otoño es la mejor época del año. En los primeros días de la estación, llega el festival de cine francés y es una delicia llenarse las pupilas -y el ánimo- con películas que celebran el gusto de vivir. También, hacen su arribo la postemporada de béisbol y la Serie Mundial, que no es mundial, pero es gringa y con ello, como si lo fuera. Los vecinos tienen la convicción de que Estados Unidos es el orbe entero, porque nunca han leído a Benedetti que dejó advertido con toda claridad y coraje, que “el sur también existe”. De igual forma llega -cómo no decirlo- la feria de Tlaxcala y la ilusión de asistir a su coso, que con el campanario asomándose a la arena es uno de los escenarios más bellos del ámbito taurino y luego, la temporada grande en la Plaza México.
Pero el otoño también trae consigo una melancolía gris y la nostalgia sentida por personas que partieron antes. Entre ellos, un querido y entrañable amigo: Gabriel era torero y fue un artista, aunque se le clasificó como valiente. Todos los toreros son valientes, como lo puede comprobar cualquiera que mire a un toro, sea tras la cerca del potrero, o desde el tendido, incluso, en un video. Sin embargo, Gabriel Franzoni se arrimaba mucho y sabía triunfar, tanto, que una vez entre barreras, escuché al maestro Manolo Martínez expresar en voz baja lo incomodo que era alternar con “este muchacho”.
El que firma este artículo fue mozo de espadas del matador Gabriel Franzoni. Fui un servidor de estoques que no sabía amarrar los machos, pero que simpatizaba al matador, tal vez, porque yo era un adolescente leal a su causa me brindó su noble y generosa amistad, y yo le correspondí con mi admiración y un enorme cariño. Así que, siempre estaba dispuesto a servirle y a acompañarlo.
En mi memoria están aquellos tiempos patinados de dulzura, eso que nos hace llamarlos, los buenos tiempos. Una ocasión, el diestro mató una corrida en una plaza levantada en la ribera del lago de Valsequillo, que se llama Las Brisas. Aquella tarde, alternó con los maestros Paco Camino y Manolo Martínez -casi nada- y estuvo a la altura.
Sin embargo, uno de los mejores rincones de mi memoria es el que guarda una mañana en Tapachula, Chiapas. Era el 17 de febrero de 1979, el cartel anunciaba para esa tarde, cuatro toros de Coapantes, y un mano a mano, entre Ernesto San Román El Queretano y Gabriel Franzoni. Llegué de la calle, el matador y el apoderado habían salido y en el cuarto del hotel estaba la silla con el vestido de torear, montera, medias, camisa, taleguilla; en el respaldo, la casaca y en el suelo, las zapatillas que, muy temprano, yo había llevado a lustrar. Ese vestido azul marino y oro era el de todas las batallas. En el silencioso cuarto en penumbra, un rayo de sol daba exactamente sobre la ropa de torear. Aunque, tenía poco que había dejado la niñez, encendí un cigarro –desde aquel entonces, tenía yo buenas maneras para la vagancia- me lo fumé en medio de esa paz. Era que los minutos se desgranaban uno a uno, mientras en mi corazón se grababa una escena que, desde entonces, guardo como un tesoro.
Dos años después, un 16 de octubre, consecuencia de un accidente en motocicleta, se murió Gabriel. Hoy, con mi primo -como cada año por estas fechas-, rendimos un homenaje de amistad a aquel personaje. El bondadoso torero se llevó consigo una existencia azarosa y bella, coincidimos de común acuerdo. Por ejemplo, las tardes en que nos íbamos a los pueblos de las faldas del volcán, a que él toreara y jineteara toros criollos descomunales y cornalones, ante la algarabía de un público salvajemente enardecido por pulques y aguardientes, y si salía una becerra que se dejara, íbamos nosotros a pegar unos muletazos. Han transcurrido casi cuatro décadas, la vida con sus luces y sus sombras, ha pasado muy rápido, pero se ha portado bien conmigo, me ha regalado amigos de verdad, solidarios, leales y buenos. Ellos son los que regentean ese museo de cosas entrañables que se llama memoria. Lo sé, después del otoño, llegará la Navidad, y ya no me gusta como antes, cada vez son más las faltas de asistencia que hay que poner en la lista de los imprescindibles.