Las críticas contra él son agrias, sólo porque se atrevió a decir que las corridas de toros están inevitablemente condenadas a morir. Los taurinos más recalcitrantes lo atacan, porque piensan que Francis Wolff debería emplear su talento y conocimientos para defender la fiesta, en vez, de pregonar que el fin está próximo.
La verdad es que los que amamos el toreo, hemos tenido el privilegio de ver a esta costumbre ancestral llegar al siglo veintiuno. Y eso, es mucho, porque un ritual en el que un hombre se viste de oro, con medias rosas y un extraño sombrero para matar a espada a un toro fiero, es algo totalmente anacrónico y fuera de cacho en esta modernidad tan sofisticada.
En nuestra época la muerte se oculta como si no existiera, la hemos frivolizado. A los niños se la ocultamos. Ya nadie vela a un ser querido en su casa, qué absurdo quedarte con el recuerdo del familiar tendido adentro de una caja en mitad de la sala, si existen velatorios que puedes cerrar antes de la media noche y vámonos todos a dormir, que mañana volvemos. El ser humano occidental contemporáneo ya no quiere saber nada del dolor, la derrota y de la muerte, que eso es de perdedores.
Francis Wolff asume que esa trivialización de la muerte, sumada a la moda del mascotismo, es decir, el trato a las mascotas como si fueran seres humanos, son las que provocan la tremenda aversión al toreo. En los tiempos edulcolorados que se viven, la plaza es un escenario en el que cada tarde de toros campa la muerte, porque, por lo menos, muere el toro, aunque a veces, el que se pira para siempre es el torero. Estas reflexiones han llevado al filósofo francés a escribir varios libros sobre tauromaquia.
Su obra Filosofía de las corridas de toros es la que inspiró a los cineastas Aarón Fernández y Jesús Muñoz a crear la cinta Un filósofo en la arena, en el que Francis Wolff defiende la tauromaquia sin alabarla ni justificarla y los dos cineastas captaron perfectamente el mensaje que Francis Wolff proclama, porque el documental muestra la pasión que siente un aficionado culto y fervoroso por una tradición extemporánea, la que, lo queramos aceptar o no, ha comenzado su ocaso.
A los toros asistimos en busca de hechos que nos dejen admirados para siempre. A pesar de que casi nunca se da la faena cumbre, la que nos deja temblando el alma y agotados de emoción, a pesar de ello, siempre queda algo, un recuerdo conmovedor en medio de mucho desencanto. Pero las faenas sublimes, las raras ocasiones en que se dan, reivindican años de afición y nos llevan a renovar los votos que juramos el día que nos hicimos aficionados.
Francis Wolff en el artículo Toros y filosofía, nos dice: “¿Qué es la corrida de toros? Nadie lo sabe. Nadie puede responder a esa pregunta –y la filosofía menos-. Pero quizá se puede filosofar sobre este mismo hecho: la corrida de toros no puede ser definida. Se puede hacer su historia, describir sus frases, determinar sus reglas, pero no se puede decir lo que es. ¿Por qué? Porque no encaja en ninguna categoría definida.”
Es que la fiesta de toros tiene muchas aristas. Para el que esto escribe, la corrida es una tragedia en la que la acción de lidiar y matar toros a estoque puede crear conjuntos armónicos de gran belleza y ritmo, en los linderos de la muerte y con un sentido ritual festivo, ofreciendo a la vida el sacrificio del toro, faena de la que el ser humano, debe salir indemne.
Ayer, durante la clausura del Segundo Coloquio Internacional Taurino, en Tlaxcala, Francis Wolff, con los pies clavados en la arena de su melancolía, nos dio una conferencia en Tlaxcala, tuve la suerte de compartir con él el escenario. Durante mi intervención, también participó el padre Ranulfo Rojas, manifesté que estoy de acuerdo con Wolff y así rematé: Sí, es tiempo de empezar a pensar en ello, el fin ha comenzado a pesar de que la corrida de toros sea uno de los espectáculos más intensos que el ser humano puede admirar. Ojalá, que ese fin, en llegar, tarde mil años, lo digo con la ilusión del niño que soy, aunque la voz del adulto que llevo dentro, me esté diciendo otra cosa.