No fue tanto por la inmensidad del bellísimo muletazo. La grandeza se manifestó al terminar éste, cuando el toro se revolvió pronto y apuntó la embestida justo al pecho del torero. Entonces, José Mauricio, cabal y mitológico, no se asustó. Embebido en la hondura de lo que había hecho, tuvo la serenidad y la inteligencia de un sabio griego y la sangre fría de un héroe. Si había que beber la cicuta de la cornada, se la bebería y ya, pero con todo el arte y el sentimiento que el toreo conlleva. Así, con la existencia puesta en juego, tocó a pitón contrario y con señorío libró el trance castigando de nueva cuenta. La escena fue luminosa, profunda y cargada de verdad.
Por los siglos de los siglos, a su doblón no se le recordará por el hecho de ser un muletazo en el que el toro dobla la cabeza siguiendo un pase que lo destronca, sino porque toreó de pitón a pitón acuñando monedas, doblones de oro purísimo como los que hace siglos se embarcaban en Veracruz para llevar el tesoro al rey de España.
El cornipaso de Barralva era serio y se puso pesado. Difícil y exigiendo mucho, declaró a tornillazos que no seguiría la muleta de modo pastueño e inútil. José Mauricio avanzó hacia él sin estridencias, llegó al terreno propicio y citó. El toro como disparado por un resorte se arrancó al galope. El diestro con mando, temple y enorme elegancia, no lo recibió como lo hacen todos, es decir, flexionando la rodilla al tiempo que pasa el animal, sino que con la articulación ya puesta en la arena embarcó ese doblón, el mejor de todos los grandes doblones que pegó la tarde del domingo, el más largo, majestuoso, dominador y luego, vino el mágico desenlace narrado en el primer párrafo.
Dicen que ya no gusta la lidia de poder a poder, pero no es cierto. Lo que en realidad no gusta, es el remedo de esa técnica. Las escenas que acabo de relatar, compendian todo lo que se busca en el toreo. Aquí, hay una nueva ilusión en la que cimentar nuestra esperanza de pureza y de verdad: Creer en un torero que más que triunfar, más que arrollar en el escalafón, quiere ser torero. Porque, me explico, en los tiempos que corren, muchos sueñan con vestirse de luces y vivir del toro, pero sólo uno entre mil quiere torear de verdad.
El toque a pitón contrario de José Mauricio, el específico al que me refiero entre los otros, devolvió a la plaza su condición de recinto de los sacrificios. Sólo así, entiendo y acepto el fin de acabar con una creatura tan preciosa como es el toro de lidia. Lidiar y matar los toros a estoque es un ejercicio lúdico que no tiene un fin productivo. Se mata a los toros para nada, si no es para quedarse con imágenes que hablan de la gran belleza y del espíritu generoso del que la crea, poniendo la vida en riesgo total con el fin de conseguirlo. Sólo así se acallan las voces interiores que me atosigan. Sólo así se justifica un sacrificio sangriento de un animal en pleno siglo veintiuno. Por si faltara, el estoconazo sacrificador lo dio el hombre poniendo el pecho por delante.
¿Hacer el paseo llorando? ¿Torear con pureza mientras lágrimas mesuradas de inspiración resbalan por las mejillas? ¿Bordar faenas profundas, estéticas, llenas de naturalidad y buen gusto en medio de la mediocridad imperante? No, no fue eso. ¿Saben en qué consistió la magia? En que tenía mil años, que en el ruedo de la Plaza México no se conjuntaban el peligro mortal y la belleza más auténtica. José Mauricio nos recordó que en eso y nada más que en eso, consiste toda la esencia y la magia del toreo.