Como ningún otro fenómeno en nuestra generación, la pandemia nos ha afectado a todos. Dentro de los sectores más duramente golpeados está la industria del entretenimiento. Para lograr distanciamiento social se han cerrado salas de conciertos, teatros y plazas de toros. Los artistas sufren las consecuencias económicas y los aficionados nos lamentamos al no poder asistir a nuestro espectáculo favorito.

Los gobiernos del mundo han realizado recortes a la cultura en nombre de la economía. Los utilitarios defiende los recortes. Los artistas no parecen prioritarios en tiempos de emergencia.

Algunos intelectuales han levantado la voz. La semana pasada el escritor estadounidense Paul Auster dijo a un diario chileno que sin arte moriremos espiritualmente: “El arte no va a transformar de inmediato la sociedad. Ni va a evitar que los niños sufran hambre, en ese sentido es inútil. El arte sirve otra función, de tipo espiritual”.

Ante la precaria situación que viven las artes, entre ellas la fiesta de los toros, a consecuencia de la pandemia, es pertinente preguntarnos si es necesaria la tauromaquia en el siglo XXI.

En febrero de 2019 la revista Nexos publicó un artículo de la Dra. Beatriz Vanda en el que, desde una postura animalista, cuestionaba la tauromaquia. Llamaba “intereses secundarios o prescindibles” a las corridas de toros y decía que es una actividad que “no es necesaria para mantener nuestra vida o nuestra salud”.

Está claro que la finalidad de las corridas de toros no es la alimentación. Aunque los bovinos que se sacrifican en la plaza sirven como alimento, criar toros durante cinco años en ganaderías extensivas y luego sacrificarlos de uno en uno, no es la más forma agroalimentaria más productiva. Así que si la eficiencia fuera el único fin de una actividad, por supuesto que estaríamos de acuerdo con la Dra. Vanda –y con los gobiernos que han realizado recortes a la cultura– en la prescindibilidad de las artes.

El arte nos inspira. En un mundo tan marcado por lo “útil”, los artistas presentan concepciones estéticas que permite separarnos de lo que la industria de la moda intenta vendernos.

El arte nos ayuda a lidiar con el estrés y el sedentarismo de la vida contemporánea. Es decir, necesitamos del arte para mantener el buen gusto y la salud mental. Las bellas artes no son un lujo, sino una necesidad para los que vivimos dentro de una comunidad. El arte –aunque difícil de medir cuantitativamente como lo desearían los utilitarios– es tan esencial como la salud, la comida o la seguridad.

El artista es un soñador que transmite su imaginación y nos ayuda ver el mundo con sus ojos. El pintor Wassily Kandinsky dice que el artista es “un hombre semejante a nosotros, pero que lleva dentro una fuerza visionaria y misteriosa. Él ve y enseña. A veces quisiera liberarse de ese don superior que a menudo es una pesada cruz. Pero no puede. Acompañado de burlas y odios, arrastra hacia adelante y cuesta arriba el pesado y reacio carro de la humanidad.”

El toreo busca crear belleza. Y es una estética clásica que parte de la elegancia, la armonía de movimiento, el equilibro de las formas y de los volúmenes. El toreo transforma el caos de la naturaleza (representado por el animal fiero) en orden a través del movimiento de lances y pases. El artista intenta, como los más clásicos pintores, producir el máximo efecto sobre su materia prima (la embestida del toro) con el menor espacio, tiempo y movimiento.

Todo arte está hecho de engaños, de sinónimo de ilusiones. Pensemos, por ejemplo, en la obra de Vermeer. La virtuosidad del pintor holandés reside en la ilusión óptica, en la magistral percepción de luz diurna que produce en los espacios que representa. Hay quienes piensan que para alcanzar estos efectos –estos engaños ópticos– Vermeer tuvo que haber usado algún instrumento similar a una cámara oscura. Los toreros engañan a su adversario, igual que Vermeer, para crear belleza.

Lo interesante de la fiesta brava es que el efecto estético se hace superando el miedo a la muerte.

Algunas faenas llegan a provocar el delirio colectivo. David Silveti, quizá por la fragilidad de su cuerpo, por su misticismo religioso o por lo cerca que se colocaba de los toros, estremecía a los espectadores y los hacía llorar irracionalmente. José Miguel Arroyo “Joselito” toreó en solitario en la plaza de las Ventas el 2 de mayo de 1996, según cuenta en sus memorias, muchos aficionados le han confesado que “ese día es de los mejores recuerdos de su vida, y alguno hasta que aquella noche, después de verme, había sacado valor para ligarse a la que luego fue su mujer. Ese entusiasmo, esa vitalidad positiva es lo que provoca el toreo cuando se manifiesta como aquella tarde”.

¿Es “útil” o es absurdo y, por lo tanto, prescindible el oficio de matador de toros?

La respuesta la podemos deducir de lo que se dijo a sí mismo el Principito después de conocer al farolero en la novela de Antoine de Saint-Exupéry: “Puede que este hombre sea absurdo; así y todo, lo es menos que el rey, el vanidoso, el bebedor o el hombre de negocios, porque por lo menos su trabajo tiene sentido. Cuando enciende su farol es como si hiciera nacer una estrella más, o una flor; y cuando lo apaga, es como si hiciera dormir a la estrella o a la flor. Es una ocupación muy bonita. Es realmente útil, porque es bonita”.