Alcancé a soltar un “buenas tardes, maestro”, al que él contestó rápido y sin detenerse. Fue una tarde en algún bar de los que están bajo los tendidos de la plaza de Las Ventas. Junto a la barra, de pie tomábamos el imprescindible vaso con ginebra y agua tónica antes de que los clarines llamaran a cuadrillas. De pronto, lo vi venir a toda prisa y cuando, hecho una ráfaga, paso junto a nosotros lo saludé. Iba afanado en que no lo detuviera nadie, esquivaba inoportunos con la pericia de quien ha hurtado el cuerpo a los tornillazos que tiran los toros, yo estuve a dos segundos de convertirme en uno de los imprudentes que él evitaba. A toda velocidad se esfumo por una de las puertas que conducen a las barreras. Todo sucedió muy de prisa, como una visión fugaz, vi pasar junto a mí a una de las últimas grandes leyendas del toreo.
“Hay ahí en Camas uno que le dicen Curro…” se llama el primer tercio -no lo nombró parte- del libro titulado Curro Romero. La esencia, una biografía firmada por Antonio Burgos y que está contada en primera persona como si la hubiera escrito el propio espada. Nunca vi actuar al gran diestro andaluz, pero el toreo tiene varias versiones, entre ellas, la escrita, que viene a ser muy valiosa si el testigo que narra sabe contarlo. Esa virtud tiene el libro de Burgos.
Curro Romero es uno de esos contados toreros que tienen un hálito mítico y dejó una huella muy honda tras su paso por el mundo de los toros. Es un tesoro si tomamos en cuenta que en la actualidad, casi todos los toreros se han convertido en máquinas repetidoras de la misma faena; bueno, algunos, porque otros ni a eso llegan, salvo las contadas excepciones -siempre hay justos en Sodoma-, que aún ven en la tauromaquia un arte y no una fábrica. Ahora, que el toreo carece de interés para sus intérpretes y ofician sin agregar ni un ápice de estilo, dramatismo e impronta personal, es una dulce evocación recordar el toreo bellísimo de Curro Romero.
Veo los videos y me doy cuenta que la magia del Faraón de Camas consistía en que, en sus grandes tardes, oficiaba en un estado místico de plenitud que desparramaba su estilo sublime en lances y pases prodigiosos. Hasta para estar muy mal tenía una personalidad incomparable.
En el inventario de cosas con las que contamos según Joaquín Sabina en su canción “Más de cien mentiras”, nos recuerda que tenemos un centenar de razones “…para no cortarnos de cuajo las venas…” y una de ellas, asegura el cantautor, es “…la verónica y cuarto de Curro Romero…”. Es que la cadencia de las verónicas del Faraón de Camas se alargaban en una ampulosa y perfecta extensión, y cuando recogía trapo a la cintura en la media, con el capote encerraba la Vía Láctea entera.
Temple y delicadeza adornaban su quehacer con la muleta en series de una belleza pasmosa, su pase de la firma rematado con una trinchera, eran pinceladas que hicieron decir a Manuel Lozano Sevilla en una narración televisiva aquello de que: “Si el toreo es esencia, Curro Romero posee de esa esencia algo mejor, el extracto, del que sólo bastan unas gotas, esparcidas, para perfumar no Madrid ni Sevilla ni un lugar determinado, sino todo el mundo de la fiesta, el universo entero”.
Lo que me han contado acerca de él, una noche madrileña la pasé conversando hasta la madrugada con Gonzalito, su mozo de espadas, son recuerdos que también tejen mi memoria. Cuando el toreo se pega a la piel se vuelve parte de nuestro inventario, como lo que afirma de la verónica las cien razones de Sabina. Hace veinte años, un veintidós de octubre, Curro Romero se fue de los toros. Con él se llevó el tarro de las esencias que según se dijo con una hipérbole jubilosa, perfumaba el universo entero.