Me gustan sus películas porque en ellas, el yo del protagonista se convierte en motivo de burla y de autodesvalorización ante sí mismo; por tanto, el humor, combinando la risa con la conmiseración, termina por presentar al personaje como un ser patético. En las cintas de Woody Allen sus personajes cómicos ya no recurren al ridículo, ni son unos inadaptados en ambientes de un nivel social y económico superior. Su comicidad no procede de la incompetencia ni de la insubordinación del hecho lógico, proviene, más bien, de la propia reflexión que hacemos como espectadores al comprender que en el fondo, uno tiene algo del personaje del que se está riendo.

Por ello, en cuanto me enteré que Woody Allen había publicado su autobiografía, la conseguí por la vía contemporánea de compra que es Internet y el libro titulado A propósito de nada llegó a mis manos al otro día.

Ustedes se preguntarán qué hace un director, actor y guionista neoyorkino en una columna de toros. La razón es que su autobiografía me ha hecho recordar una película. En el año de 1983, Allen escribió y dirigió Zelig. En blanco y negro corre la genialidad de una historia en la que el argumento simula ser un documental.

El protagonista, Leonard Zelig, interpretado por el propio Woody Allen, padece un complejo de inferioridad muy grande. Es un ser que se subyuga ante todos los demás y el apocamiento que le impide oponerse, lo soluciona siempre adoptando el punto de vista de las personas con las que interactúa; tanto, que llega a adquirir las características físicas de los otros. Su mecanismo de defensa lo conduce en sentido inverso a su propósito y sólo consigue el desprecio de las personas ante las que se ha subyugado.

La narrativa audiovisual desemboca en que su hermana, Ruth Zelig, y su cuñado Martin Geist deciden explotar esa habilidad y convierten al “hombre camaleón” en un espectáculo mediático. Como esos reptiles, Leonard Zelig recurre a la metamorfosis para ser aprobado, si esta con obesos, él, misteriosamente, se transforma en uno de ellos, lo mismo sucede con un chino, con negros y un indio. También lo hace respecto a la nacionalidad, cuando se relaciona con unos franceses, adquiere la manera de comportarse de ellos e incluso, habla en francés. Es el concepto total de la identidad fragmentada en busca de una aprobación que nunca llega.

La trama se desarrolla en Nueva York hasta el momento en que Zelig llega a España. Su hermana y cuñado organizan una gira por Europa mostrando la habilidad del hombre-camaleón. Lo peculiar estriba en que Woody Allen no nos narra lo que pasa en los otros países y escoge a España para incrementar la tensión dramática de la historia.

La relación de Ruth Zelig y su amante se deteriora a cada momento. Entonces, ella conoce al matador Luis Martínez y se enamora de él. Son escenas totalmente inesperadas: ¡Un torero en la historia de un neoyorkino que padece una extraña enfermedad!

En el ruedo Luis Martínez demuestra su pánico, corre, salta las tablas y el toro que viene tras él arremete contra los maderos, se parte la cabeza y muere. El diestro se atribuye la muerte del cornúpeta, arroja su montera al tendido y es aclamado por la multitud delirante. Corta una oreja y se la obsequia a Ruth.

Luego, en el hotel, Geist exige a Ruth que le dé la oreja. Una discusión entre amantes por la oreja de un toro sólo se le puede ocurrir a Woody Allen. Luis Martínez es descubierto escondido en el armario y Geist le dispara, a su vez, mata a Ruth Zelig.

Si se mira bien, el protagonismo que durante toda la película ha tenido Leonard Zelig es trasladado al triángulo amoroso que se gesta en esa corrida de toros. El hecho no es trivial, ¿será acaso que el director de cine ha visto el erotismo que emerge de la lidia y del que habló su compatriota Waldo Frank en España Virgen?

Luis Martínez es un torero miedoso, sin embargo, puede apañárselas para parecer un macho libidinal y pagado de sí mismo. El ego del torero y su carácter de héroe es comprendido perfectamente por el director de cine. El espada ha salido airoso del trance.

Zelig es una gran obra de arte, una colección de imágenes en las que se parodian distintos aspectos de la condición humana. En lo que respecta a la corrida de toros, Woody Allen tomó el capote y muy enterado, le hizo un quite a su personaje Luis Martínez. Es que el gran director sabe que un torero tiene derecho a sentir mucho miedo, pero le está prohibido de modo terminante aparecer como un cobarde.