A finales de año se aprobó en el Senado de la República la controversial Ley General de Economía Circular, pasó raspando 87-77. Ésta busca redefinir la economía nacional en su producción, distribución y consumo, al reincorporar los residuos al máximo a las cadenas, minimizar desechos, entre otros cambios paradigmáticos.
De acuerdo con la ley, las atribuciones recaerán en los órdenes de gobierno de las maneras más inoperantes que la mayoría oficialista del senado pensó.
Las entidades estarán a cargo de elaborar un registro de personas físicas y morales dedicadas al reciclaje y transformación de residuos, o sea recicladores, chatarreros y demás personajes del mundo de la pepena y reciclado; todos menos los pepenadores, ellos serán registrados por los municipios.
Quienes estén enfocados a elaboración, importación y manufactura de envases y empaques estarán obligadas a presentar un Plan de Economía Circular de risa loca.
La carta de ayer hace un mes a los Reyes Magos tuvo más objetividad y realismo que esos planes donde se les solicita, amablemente, describir requerimientos en materia de financiamiento para transitar. Desarrollar incentivos económicos de mercado y fiscales…ni siga leyendo la ley, ¿estamos mal de la cabeza?
De los 23 mil millones de latas que genera el país anualmente vemos una ínfima cantidad en calles o vertederos, y aún menos si desagregamos aluminio y acero. ¿Por qué? Pues por tener valor.
Lo mismo pasa con vidrio, papel y algunos plásticos de alta densidad, con diferentes grados de escala para hacerlos rentables. El resto de la basura inorgánica termina ahí, principalmente, por no tener valor.
No se engañe, nuestro estilo de vida es la ponderación entre bajo costo de manufactura y alto costo para el medio ambiente y salud. ¿Quién se beneficia? Marginalmente el consumidor al acceder a productos accesibles que resuelven necesidades básicas.
Pero los ganones indiscutibles son las empresas que las utilizan para sus actividades económicas. Culpas tan parejas como un plato de unicel para los tacos de anoche, o Unilever para emplayar un lote de jabón, aunque con racionalizaciones obvias.
Hay una solución sobre la mesa que todos evitan: asignar valor monetario, pagado antes de la comercialización, y sufragado enteramente por las compañías sin incrementos al consumidor; un importe para el fabricante.
Estas tasas son adoptadas de maneras distintas. En Europa anglosajona el consumidor asume la responsabilidad de reintegrar los envases al sistema, mientras que en Estados Unidos es un gravamen extra a pagar donde solo hippies y vagabundos reciclan.
Una botella de refresco con un valor nominal de $1.50, redimible fácil y accesiblemente, sería una basura que usted en su vida vuelve a ver en el suelo de este país.
Un sobre de champú Vanart a $4.50 tampoco lo volvería a ver en el mercado. Una vez que el sutil costo que las empresas vomitan al medio ambiente recae corpóreamente en forma en pesos es cuando uno se da cuenta de lo insostenible.
Los sectores de menos ingresos son quienes dependen más de estos productos hiper industrializados para su día a día y, aunque el tiempo apremia, la sensibilidad debe imperar.
Hoy el gobierno federal trasladó todas las culpas al consumidor, y a los estados las obligaciones con una ley inoperante y de nulas opciones para un transitar lógico. Asignarle la tarea a SEMARNAT y no a Economía es la señal más clara de que no entienden nada.
Existe una pequeñísima esperanza en gobiernos y congresos estatales, quienes tendrán que generar sus propias leyes para armonizar la implementación. ¿Se imagina representantes populares que redacten una ley que cambie para siempre lo que significa la basura, dignifique a los pepenadores (gremio que merece todos los premios de sustentabilidad de este país), y vea por el bien público ante las empresas?
La pelota está en medio ambiente estatal con su titular Beatriz Manrique. La Fiera va de octavo, ¿liguilla directa o repechaje mínimo?