En el antiguo México un altépetl era más que un territorio o gobierno; representaba el corazón cultural, económico y espiritual de un grupo. Hoy, la CDMX parece ansiar ese poder simbólico y tangible, embistiéndose como un nuevo altépetl que extiende su influencia sobre tierras vecinas, no ya con mazas y dardos, sino con cempasúchil, flor convertida en ícono dorado de la mexicanidad ante el mundo.

La capital cuenta con el apropiadamente llamado programa «Altépetl», estrategia de gobierno de la Comisión de Recursos Naturales y Desarrollo Rural (CORENADR) que no solo aspira a organizar las 15 mil hectáreas de suelo agrícola en su territorio, distribuidas en 7 delegaciones, sino desafiar el dominio tradicional de varios mercados agrícolas. Son apenas veinte parques de Chapultepec, palideciendo en comparación con lo vasto del país; pero ahí, en esa limitada extensión, se encuentra el mercado más codiciado del país a vuelo de diente de león.

Una estandarización mediática —culpemos a la película de Coco y al desfile de James Bond— ha colocado al cempasúchil en mínimas expectativas estéticas. El amarillo y naranja de esta flor representan algo más que la tradición: una oportunidad económica.

Sin embargo, no cualquiera puede proveer las flores que piden los mercados demandantes. Nada de macizos desiguales y tallos del tamaño de un niño pequeño; el mercado exige cempasúchiles cuyo destino no es la ofrenda, sino decoraciones de centros comerciales, instalaciones para el turismo y eventos varios. El cempasúchil ya no es un guía para los muertos, pero para arrastrarnos a ver la última rebaja de tal negocio.

Esas plantas de pequeño porte, flores regulares y larga vida útil no las producimos nacional, bueno sí, a partir de la semilla, esa la traemos de otros lados. Hoy la CDMX vende variedades con nombre de Bonanza y Marigold, traídas del extranjero, y eso cuesta.

¿Qué hacer? Un proyecto que involucra el Protocolo de Nagoya, a SEDENA (¿habría de otra?), una ofrenda encontrada en Teotihuacán tras un aguacerazo hace 20 años y muy buenos deseos.

A mitades del año la CORENADR presentó el «Proyecto Estratégico para la Conservación del Cempasúchil», que busca ser clave para que nuestro país recupere los derechos sobre la planta.

¿Cómo? De manera muy cruda lo que se quiere hacer es usar un ramo de cempasúchil de una ofrenda de 2 mil años —encontrada en Teotihuacan— para secuenciar su ADN y determinar que México es el origen de la planta. Para, a través de un protocolo internacional, el de Nagoya, reclamar a México como país origen del material genético, lo que permitiría, en el marco del protocolo, asegurar una comercialización justa y evitar pagar regalías por la semillas patentadas en el extranjero.

Ah, y que SEDENA cuide todo para evitar la fuga de información, pues las empresas extranjeras se pueden aprovechar. Todo es serio y documentado, pero entre risa y gesto por la ocurrencia nos acordamos que SEDENA tiene el conjunto de invernaderos más grandes del país tras su participación en Sembrando Vida.

El plan de ruta para los derechos de la planta es bufo, ya que, aunque existe el andamiaje legal internacional para teóricamente hacer algo, México se ha negado a legislar de manera profunda la genética industrial, médica y civil del país, lo que obstaculiza la primera parte del proceso, la sencilla.

Más allá de los sueños de Gran Sur, la tecnificación, la venta de variedades apetecibles para el mercado, y una inversión que eclipsa a todos los demás estados, CDMX va en camino a comerse una enorme parte del pastel agrícola de Puebla.

Puebla invierte 1.5 mil millones y CDMX 1.1, con una diferencia de superficie de más de 60 veces; la diferencia entre invertir 73 mil pesos por hectárea o 1.7 mil. Entre esto y el iniciante gobierno federal, nos iremos acordando porqué cuando el altépetl de Tenochtitlán triunfaba, los de Huejotzingo, Cholula, Tepeaca y otros tantos señoríos vecinos sufrían. Piedras preciosas, plumajes de quetzal; sólo con flores circundo a los nobles.