Como poblanos, por nacimiento o adopción, tenemos un generalizado timbre de orgullo al hablar de nuestros sagrados alimentos. Un mole es perfecto punto de partida, por ejemplo, para mirar estupefacto a un extranjero cuando se le explican los ingredientes y sabores involucrados, o para animosamente discutir con un oaxaqueño o guerrerense cuál es el mejor exponente del platillo. No hay debate, es el poblano.
Comida como sostenimiento y cultura, pero también como bloque fundamental de la economía. La industria restaurantera emplea a 4.5 millones de personas, cifra similar a todo el personal del sector construcción.
Esta conjunción entre la relevancia socioeconómica y riqueza cultural de la gastronomía nacional, convertida en patrimonio de la humanidad en 2010, gestó hace más de un año la iniciativa de Ley Federal de Fomento a la Cocina Mexicana. Buscando incidir positivamente en el desarrollo productivo regional, la territorialidad y cultura con participación social, innovación, calidad y sustentabilidad, ¿sabe qué decía exactamente lo mismo?, la Política de Fomento a la Gastronomía Nacional 15-18 de Enrique Peña Nieto. De lengua me como un plato.
Impulsada desde la anterior legislatura por la diputada poblana Lucero Saldaña Pérez (PRI), la ley fue ajustada por el Senado a finales del año pasado para mandarla a la Comisión de Cultura para revisiones. Y que se haya mandado a cultura dice mucho de cómo piensa una generación de gobernantes.
Tenemos una pasmosa muestra con el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles y la señora Guadalupe Piña, célebre en la inauguración por su participación vendiendo doraditas, en un principio identificadas equivocadamente como tlayudas. La señora fue víctima de clasistas comentarios que denostaban su presencia como comerciante informal y el origen popular de su comida, por lo que fue invitada el fin de semana a vender en el complejo cultural de lo que fuera la residencia presidencial de Los Pinos.
Tratar a la sociedad como estáticos objetos etnográficos, y no como dinámicos actores económicos, es uno de los grandes errores políticos de un país que hace honor al origen de su nombre: mirándose el ombligo y estando en la luna.
México prehispánico domesticó por milenios los sabores a los que no supimos sacar partido para comernos al mundo contemporáneo.
Perdimos con Costa de Marfil el chocolate y con Madagascar la vainilla, hablando de producción, pero, respectivamente, Suiza y Francia nos arrebataron la identidad global del producto terminado. Una enorme mayoría del mundo y parte de los connacionales no tienen idea de que México abasteció decenas de productos indispensables a las cocinas internacionales.
Solo quedando bastiones como el aguacate, el tequila hace mucho que dejó de ser de capital nacional, la guerra por la cocina mexicana también la estamos perdiendo ante el tex-mex global sin siquiera meter las manos. Una economía culinaria debe ser puesta en marcha por privados de la mano de gobiernos para comerse los mercados mundiales ávidos de nuestros sabores.
Tailandia tiene un programa de franquicias para establecer en todo el mundo restaurantes thai; van para más de 10 mil, con propietarios y proveedores nacionales. Corea del Norte hizo algo parecido en menor escala como parte de su red de espionaje y lavado de dinero. Perú utilizó el nombramiento de su cocina como patrimonio inmaterial para crear una boyante industria turística.
Treinta restaurantes del creciente circuito de alta gastronomía en Puebla han reunido esfuerzos para generar, del 30 de marzo al 6 de abril, la Foodie Week Puebla 2022. Con precios fijos en tres niveles gastronómicos (180 pesos, 250 pesos y 350 pesos) participarán chefs consagrados como Ángel Vázquez, de Intro/Augurio, y nuevos referentes como Amaranta Flores de Vaivén Gastronómico. Aprovechemos a estos chefs poblanos que, como revolución francesa, abren la alta cocina local a las mayorías como una expresión más del cotidiano acto del comer.