La humanidad tiene una morbosa tendencia a predecir su fin. Lo hemos visto desde tiempos inmemorables y mucho tiene que ver con el temor que le tenemos a las incertidumbres, al intentar pronosticar nuestro fin nos damos alguna certeza. Estas predicciones han surgido de todas direcciones, especialmente religiosas, pero han cobrado un sentido diferente cuando las intentamos definir desde la ciencia.
Un ejemplo temprano lo tenemos con el maltusianismo del siglo XIX, llamado así por su desarrollador el economista británico T. R. Malthus, en plena revolución industrial. El argumentaba que la población crecía en progresión geométrica, es decir se multiplicaba, mientras que los recursos en orden aritmético, se sumaban. Esto, en resumen, dice que en algún momento seríamos tantos que no nos darían los recursos para sostener a la población y entraríamos en una crisis que llevaría al fin de la civilización. En esta época, cabe recalcar, la humanidad apenas estaba descubriendo la agricultura moderna (fertilizantes y mecanización principalmente), lo que a la postre nos permitió evitar la catástrofe malthusiana.
Años después, más de un siglo, surgió la teoría de Paul Ehrlich de la explosión demográfica, que de manera general argumentaba que ahora éramos tantos que el medioambiente no nos podría aguantar por la degradación que le causaban las tecnologías desarrolladas. Estos pensamientos fueron fundamento del movimiento ecologista de los 60’s y es acreditado como el fundamento teórico que llevó a desarrollar los métodos anticonceptivos modernos. Los millones de muertos jamás llegaron.
Hoy en día, hace semanas de hecho, la Organización de las Naciones Unidas emitió su reporte anual “Informe Global sobre la Reducción de Riesgos 2022”, donde categóricamente se declara que de no alcanzarse las metas planetarias para el 2030 la civilización humana va derechito a su extinción. Argumentan que nos encontramos en una economía de la extinción.
El reporte, presentado por el secretario general António Guterres, hace especial énfasis en los desbalances planetarios que estamos causando, particularmente el cambio climático y la subsecuente destrucción de medios ambientes, como la acidificación de los mares. Rebasar estas barreras, argumenta la ONU, fomentará la aparición de eventos de “catastrófico riesgo global”, ¿qué es eso?, eventos que causen la muerte de al menos 10 millones de personas y/o daños por 10 trillones de dólares.
Dentro del ecosistema político existe el runrún de que el reporte fue severamente diluido para evitar pánico en un mundo sumido en crisis con el COVID, la guerra en Ucrania y sus ramificaciones, y que realmente ya hemos rebasado el punto de no retorno. Y es muy probable que sea cierto. De la misma manera que las teorías de Malthus y Ehrlich fueron ciertas, con la información y tecnología del momento.
Sin fertilizantes químicos, por ejemplo, estábamos a merced de la tierra y los nutrientes existentes, era un juego de suma cero. Solo podríamos crecer tantos alimentos como parcelas existieran, pero el desarrollo de fertilizantes nitrogenados sintéticos cambió para siempre la civilización humana. Se estima que el proceso Haber-Bosch, diseñado para crear dichos fertilizantes, permite la alimentación y sobrevivencia de un 60% de toda la humanidad. El proceso consume 1% de toda la energía global y fue diseñado por científicos nazis, que también crearon gases para matar judíos en las cámaras de gases del Holocausto, pero así de contradictorios somos los humanos.
No se dejen engañar o aterrorizar con las invocaciones del fin del mundo, aunque sí aproveche las llamadas de atención para reflexionar sobre su impacto en el mundo y nuestra civilización. Alimentarnos seguirá siendo un enorme reto como humanidad, pero es nuestro ingenio quien nos permitió llegar hasta acá, y es lo único que nos permitirá seguir. Ya si ve que todo se va al garete puede irse para Tepeaca, igual allá no pasa nada, ni el fin del mundo.