Lo tenemos claro, la vida de México danza alrededor del maíz. Es el centro de nuestra gastronomía, ritos y tradiciones, pero también de otros elementos que no debería, como nuestras leyes. Para muestra un botón, en toda la legislación de bioseguridad de organismos genéticamente modificados el maíz es el único cultivo que aparece mencionado por nombre.
Olvidamos que, así como no solo de pan vive el hombre, tampoco podemos vivir solo del maíz. Literal, teológica y económicamente. Las controversias por productos biotecnológicos con EUA nos lo recuerdan.
Vale la pena mencionar, para ilustrar, que al panel de controversias por la prohibición presidencial al maíz transgénico de la semana pasada se sumó de último minuto Canadá. ¿Y ellos qué vela en el entierro, si ni les importamos maíz? La respuesta –probablemente– en su alacena.
Yuxtapuesto en el pasillo de aceites encontrará el de canola, al que no le dedicará un segundo pensamiento, pero su materia prima no existía hace cincuenta años. Es más, probablemente su antecesor jamás lo haya escuchado, la colza, una planta usada para alimentar ganado bovino.
A los rumiantes les cae como un chuchuluco, en sus cuatro estómagos pueden deshacerse del ácido erúcico que tiene la planta. Un humano pasaría una noche complicada en el baño intentando digerirlo.
Viendo esto, en los 70s, se desarrolló el “aceite canadiense bajo en ácido”. En inglés CANadian Oil Low Acid, de cuyo acrónimo sale la palabra canola.
Al desarrollo de esta variedad se le sumó en los 90s la ingeniería genética para hacerlo resistente al glifosato, el herbicida más usado del mundo. Irriga glifosato por tu campo, matará todas las otras hierbas competencia, y tu cultivo solito aprovechará toda el agua, fertilizante y sol.
La eficiencia de este proceso nos dejó con más del noventa por ciento de la canola norteamericana transgénica, o sea toda la que importamos de Canadá y Estados Unidos, por esos las preocupaciones.
Pero los transgénicos no solo es lo que comemos, también las gualdrapas que nos ponemos. Y no solo son problemas para la producción foránea.
México y el algodón tienen una complicada relación, aunque seamos lugar de origen de la fibra textilera más importante del mundo. En 2018 –haga la cuenta en sexenios– alcanzamos nuestro tope de producción, con casi ¼ de millón de hectáreas sembradas, pero la producción se ha desplomado por la falta de permisos para importar semilla mejorada. Semilla híbrida, que no transgénica.
Ante una visión pueblerinamente timorata este gobierno ha forzado a importar algodón de Texas y Tennessee –esa sí 100% transgénica– para alimentar nuestros telares. Y a los productores a comenzar a contrabandear semilla, ya no híbrida, pero transgénica, pues ya de una vez. La competencia es enorme, y nos encanta dispararnos en el pie envueltos en banderas ridículas.
Estos acomplejamientos sin sustentos científicos se extienden a soya, alfalfa, caña de azúcar, papas y un largo etcétera, cada uno cultivos donde los agricultores y consumidores mexicanos salen perdiendo. No es lo mismo ser hijos del maíz, que unos jijos de la guayaba.