En el circo de las reformas legislativas dos actos contrastantes emergieron, cada uno portando su propia máscara de benevolencia social, aunque presentándose en la misma pista de la primera infancia.
Por un lado, la Ley Olivia llega como una especie de abrazo legislativo en medio del desamparo que sienten las familias que han perdido a un hijo y atraviesan el tormentoso trance de perder a un ser querido antes, durante o poco después del nacimiento.
Con un catálogo de derechos que parecen arrancados del corazón mismo de la empatía, la Ley Olivia promete una atención digna y respetuosa por parte del personal de salud, información clara sobre las causas de la tragedia, y hasta la oportunidad de despedirse del pequeño que apenas tuvo la oportunidad de asomarse a este mundo.
En un mundo marcado por la frialdad de la burocracia y la indiferencia institucional, esta reforma resuena con empatía y solidaridad.
Por el otro lado, en este mismo escenario de la legislación sanitaria, emerge una reforma que, aunque adornada con el colorido manto de la tradición, deja tras de sí un sabor agridulce de incertidumbre.
La pomposamente llamada «Reforma de las Parteras» parece hacer una reverencia al pasado, pero con ello plantea interrogantes sobre la seguridad y la calidad de la atención en el parto. ¿Es prudente confiar en un modelo simplista que pueda pasar por alto detalles cruciales para la salud y el bienestar del recién llegado? ¿Es acaso sabio delegar la expedición de certificados de nacimiento a manos sin la formación y supervisión adecuadas?
La lucha entre la tradición y el progreso se despliega sobre el tapete político, con cada reforma en una esquina. La Ley Olivia ofrece un consuelo necesario en tiempos de desesperación, mientras que la "reforma de las parteras tradicionales" suscita dudas sobre la conveniencia de aferrarse a prácticas del pasado en un mundo cada vez más dominado por la tecnología y la ciencia médica.
Imagine a un niño que nace con una condición médica que podría haber sido detectada y tratada a tiempo con el tamiz neonatal, una sencilla prueba que toma sangre del talón del bebé para identificar alteraciones en su metabolismo.
Ahora, imagine que, por una decisión legislativa, este niño se ve privado de esa oportunidad al nacer envuelto en el suave regazo de la tradición de las parteras. ¿Cuál será su destino, qué posibilidades tendrá de tener una vida plena y saludable?
¿Dónde cree que habrá nacido este bebé, en una ciudad o en una comunidad rural? ¿Dónde cree que debemos de hacer todo, todo, para reducir las brechas socioeconómicas que arrastramos como civilización mexicana?
La preservación de las tradiciones debe ir de la mano con un esfuerzo por adaptarlas a las exigencias y necesidades de los tiempos modernos. Solo así podremos reconciliar el respeto por el pasado con la urgencia de construir un futuro más equitativo y justo para todos.
Mientras nos aferramos a prácticas del ayer que consideramos identitarias, corremos el riesgo de perpetuar las mismas diferencias sociales que pretendemos superar. ¿Acaso no es contradictorio abrazar tradiciones que, si bien pueden tener un valor cultural incalculable, también pueden contribuir a la desigualdad y a la falta de acceso a servicios de salud de calidad? Adivine qué grupo legislativo propuso cada cosa.