¡Qué difícil es abandonar el campo! A lo largo de las centurias, el campo ha sido una vieja cobija desgastada que nos reconforta en las noches frías de la vida. Sin embargo, debemos reconocer que esa manta, por más que nos dé calor, está llena de agujeros por los que se escapa nuestra oportunidad de progreso.
En el imaginario colectivo, el campo evoca la nostalgia de una vida sencilla y cercana a la naturaleza, donde la comunidad es el centro de la existencia y el trabajo la manifestación de una conexión íntima con la tierra. Sin embargo, esta imagen bucólica se desvanece ante la cruda realidad que enfrentan millones de campesinos en nuestro país.
El campo, lejos de ser un remanso de paz y prosperidad, se ha convertido en un territorio marcado por la desigualdad y el olvido. Las políticas públicas, más preocupadas por los intereses de los grandes capitales y las agendas urbanas, han relegado al campo a un segundo plano, convirtiéndolo en un simple apéndice de la maquinaria económica que privilegia el crecimiento a costa del sacrificio de las comunidades rurales.
¿Por qué seguimos aferrados a esta ancla de pobreza que es el campo? La respuesta es compleja y multifacética, pero una cosa es clara: las condiciones socioeconómicas actuales no hacen más que perpetuar esta situación de estancamiento y marginación.
En primer lugar, es imprescindible comprender la raíz de este complejo problema de desigualdades sociales que aqueja al campo. La falta de oportunidades de educación, la descapitalización, falta de recursos y la marginalización son solo algunos de los nudos que atan a las poblaciones originarias a un destino de precariedad.
La brecha entre el campo y la ciudad se profundiza cada vez más, creando dos realidades que corren en paralelo en este país, en un mundo que avanza a pasos agigantados, dejando atrás a quienes no logran subirse al progreso.
El problema del abandono del campo no es solo una cuestión económica, sino también social y cultural. Las personas que viven en el campo se enfrentan a una serie de desafíos que dificultan su desarrollo y bienestar. La falta de acceso a servicios básicos como la educación y la salud, la escasez de empleo digno y la ausencia de infraestructuras adecuadas son solo algunas de las trabas que obstaculizan su progreso.
Pero, ¿cómo podemos abandonar el campo si hemos estado arraigados a él durante toda nuestra existencia?
El primer propósito de este abandono consciente es hacer más eficiente a quienes decidan quedarse en el campo. Es necesario romper con las cadenas de la tradición y la inercia, apostar por la innovación y la tecnología que permita aprovechar al máximo los recursos disponibles. Solo así podremos liberar al campo de las ataduras que lo mantienen postrado en la miseria, y abrir paso a un futuro donde la agricultura sea sinónimo de prosperidad y desarrollo.
Pero abandonar el campo no significa abandonar a quienes lo habitan. El segundo propósito es brindar a aquellos que decidan partir verdaderas condiciones para alcanzar el bienestar. Es necesario ofrecer oportunidades de educación y formación, acceso a servicios básicos y apoyo en la integración a nuevos ámbitos laborales. Solo así podremos romper el ciclo de pobreza que ha mantenido al campo sumido en la oscuridad.
Con la prudencia de quien sabe que el cambio es inevitable, y la técnica de quien sabe que cada palabra es un suspiro en el viento, hay que reconocer las invitaciones para caminar hacia adelante.