La política en México siempre ha sido un juego de poder en contradicciones. El reciente nombramiento de Altagracia Gómez como futura titular del Consejo Asesor Empresarial para el gobierno de Sheinbaum ofrece un espejo casi perfecto para comparar su situación con la de Alfonso Romo bajo la administración de López Obrador. Ambas figuras, Gómez y Romo, con un origen compartido en la mega riqueza agroindustrial, peligran con repetir ser los instrumentos desechables de las transiciones morenistas.
Altagracia Gómez, heredera del imperio Minsa —la harina nixtamalizada— representa la cúspide de la híper industrialización del maíz que esta administración ha criticado ácidamente.
Como el segundo productor de harina de maíz del país, este grupo marca palomita en todo lo que un ala de Morena desprecia, pues su modelo de negocio, compras, financiamiento y producción es justamente lo que acusan de haber destruido el campo nacional. El propio subsecretario de autosuficiencia alimentaria, Suárez Carrera, ha señalado directa e indirectamente a MINSA y sus similares de esto.
Alfonso Romo entró en la corte de AMLO con la promesa de unir dos mundos irreconciliables: el del progreso tecnificado y el del añejo nacionalismo revolucionario. Romo, con su historial capitalista ——casado con una heredera Garza Lagüera— parecía un alienígena en el gabinete de primero los pobres.
Respaldado por el dinero de Grupo Monterrey, y apuntalado por multimillonarios negocios en seguros, Romo, ingeniero agrónomo por el Tecnológico de Monterrey, creó una empresa de semillas mejoradas genéticamente —Seminis— que llegó a controlar 1 de cada 5 vendidas en el mundo.
Tras una crisis financiera donde Romo terminó vendiendo su imperio biotecnológico en 4 mil millones de dólares —y una crisis familiar que rompió la Sultana— Seminis fue comprada con Monsanto; empresa que el presidente aborrece personalmente y a quien le hizo un decreto presidencial para evitar la comercialización de algunos productos. Quedan más que claras las contradicciones y porqué terminó «yéndose sin irse».
Romo acabó como tantos otros soñadores neomorenistas, humillado y abandonado por un presidente que solo lo utilizó para decorar su vitrina de diversidad empresarial. AMLO lo necesitaba para convencer a un sector industrial que veía con escepticismo las políticas de un nuevo gobierno. Logrado el cometido, fue arrojado a los leones.
Ahora es el turno de Gómez Sierra, que desde sus propuestas se nota que está lejos de ser Romo. Llega con la gracia de Sheinbaum y el estigma de representar aquello que Morena dice detestar, o al menos una parte del movimiento que, viéndose amenazado, es más peligroso que nunca.
Los Romo y las Altagracia son espejismos, reflejos fugaces. Al final, la batalla no es solo por el poder, sino por la narrativa que logra imponerse: la de un cambio siempre inminente pero nunca consumado, la de una revolución que se detiene en la puerta de los mismos que, desde las sombras, manejan los hilos del destino nacional.