La tierra recuerda más de lo que el hombre. Bajo la superficie, las raíces de las recientes disputas entre cebaderos y cerveceras se entrelazan desde abril, que trajo la frustración de aquellos que intentaron en vano negociar precios que ya se intuían inalcanzables.
El pasado 5 de septiembre, productores de cebada de Puebla, Hidalgo, Tlaxcala y el EDOMEX decidieron plantar sus esperanzas—e indignación—frente a los accesos de la Planta Heineken en Lara Grajales, Puebla, y su similar en Palma Gorda, Hidalgo. Y no cualquier grupo de productores, pero la enérgica representación del Sistema Producto Nacional de Cebada.
Tras dos semanas de plantón, desde Casa Aguayo, sede del gobierno del estado, Javier Aquino Limón, titular de gobernación, antier anunció que ambas partes habían aceptado llegar a un acuerdo… para negociar. Peor es nada.
Los productores exigen se respete el precio acordado norte de los 8 mil pesos por tonelada. Pero, ¿de dónde salió ese número mágico, que convirtió a la cebada en el grano mejor pagado del país en 2022?
La guerra iniciada por Rusia, el mayor productor de cebada del mundo, desestabilizó los precios globales. En medio de este río revuelto, los pescadores nacionales vieron la oportunidad de negociar el precio más alto en la historia para su producto. En 2022, la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (SADER) autorizó que ese precio debía mantenerse durante tres años. Una promesa hecha quizás con la esperanza de que el tiempo diluyera las responsabilidades, olvidando que las palabras empeñadas pesan, y mucho, pues SADER no tiene capacidad para hacer ese tipo de ofrecimientos.
Mantener ese precio fue un disparate que trastocó las expectativas de los productores. Este año esperaban negociar hacia los 9 mil pesos y recibieron una oferta debajo de los siete quinientos. En 2023, las cerveceras redujeron en 20 mil hectáreas la superficie de compra respecto al año anterior. Un giro que se refleja en cifras de importación durante esta administración: de 32 millones de dólares en 2019 a 232 millones, el pasado.
Las raíces de los cebaderos nacionales están teñidas de agravios comerciales, sin duda. Durante décadas, IASA, propiedad de Modelo y Cuauhtémoc, controló en exclusiva la venta de semilla y compra de grano. Hoy, las condiciones de mercado son otro tipo de adversas. El duopolio cervecero se ha afianzado, y las cervezas artesanales, aunque llenas de sabor y pasión, siguen siendo financieramente de paja. Factores múltiples conspiran para que estos emprendedores no logren penetrar mercados de manera relevante, dejando todo el poder comercial en dos etiquetas.
Desde burocracia municipal con costos elevados para la apertura de expendios legales, mientras que las «licuachelas» se venden en su zaguán más cercano sin mayor impedimento. Falta de interés en gestionar adecuadamente la basura y los reciclables, convirtiendo a México en uno de los países donde más caro es envasar en vidrio. Hasta una visión estatal que trata al ciudadano mayor de edad como a un infante, limitando espacios y momentos para el consumo de bebidas embriagantes, tutelando su comportamiento hasta el ridículo.
En la negociaciones, además del titular de gobernación estatal, estuvo la secretaria de Desarrollo Rural, Morayma Rubí, y el director de inteligencia de mercados federal, Ulises Luna, bombero institucional para ir apagar este tipo de problemas, ya se llame maíz, cebada o sorgo. Sea como sea, sus buenos oficios no fueron suficientes, pues no hubo acuerdo alguno, más allá de pedirles que «porfis» les aguanten hasta viernes por la tarde en lo que ven qué hacen.
El alcohol enaltece los espíritus buenos, y reflota los aspectos más bajos de las personas viles. La cebada, la malta y la cerveza son reflejos fieles de los aspectos más rancios de nuestra sociedad en lo económico, social y cultural, además de exportar 120 mil millones de pesos al año. Por la reivindicación de una cadena productiva que inicia en la tierra y termina, si no la sabe controlar, en el mismo lugar.