Al final de cada gobierno, cuando el polvo comienza a asentarse, se suele buscar en la quietud las verdades que nadie quiso mirar de frente durante la borrasca. El sector agroalimentario de México, tras seis años de López Obrador, se revela como un panorama de contrastes, de luces y sombras, realidades tan complejas como el clima que las moldea.
Se habla de desabasto en granos básicos e inseguridad alimentaria, mientras se celebran los mayores récords de exportación de alimentos que ha visto México. En la narrativa agropecuaria nacional se oscila entre la promesa de una abundancia que nunca llega del todo y una ruina que siempre parece estar a la vuelta de la esquina.
El aguacate es quizás el mejor ejemplo de este fenómeno. Convertido en un monstruo de exportación, que supera 3.2 mil millones de dólares, ha capturado las papilas gustativas de quienes ni sabían pronunciar su nombre. Pero, en los campos de Michoacán, ese mismo fruto es sinónimo de miedo. Donde antes se hablaba de clima y cosecha, ahora se habla de cobro de piso, carteles y de las balas que silencian a quienes se atreven a levantar la voz.
¿Recuerda hace unos meses cuando Estados Unidos cerró temporalmente la frontera del aguacate mexicano tras agresiones a sus inspectores? Recordatorio claro de que el crimen organizado no solo tiene control sobre el campo, sino también sobre sus mercados internacionales.
Los gobiernos de México y Estados Unidos llegaron a un acuerdo para transferir las actividades de certificación de huertos a personal nacional. En teoría un reconocimiento a la disciplina y al cumplimiento sanitario. Pero en la práctica es por miedo. Miedo a que los gringos sigan siendo blancos fáciles. Ellos supervisan, nosotros fingimos que mandamos, un intento de mantener a los estadounidenses a salvo, mientras seguimos siendo vigilados de cerca. No se engañe, en la supervisión de los empaques que exportan aguacates seguirán los gringos. ¿Un logro entonces? Difícilmente. La enésima declaración de la ingobernabilidad del campo mexicano, aunque se venda como un destello de soberanía recuperada.
El campo mexicano a final de sexenio es una bestia herida que goza de salud. Recientemente, el Indicador Global de Actividad Económica (IGAE) registró tres meses consecutivos al alza, con un sorpresivo repunte en julio pasado que dejó a más de un especialista boquiabierto.
El sector primario, después de tres meses de caídas anuales, tuvo su primer avance significativo, con el crecimiento más grande desde 2016, un 11%.
Creciendo, sí, pero, ¿en serio? La temporada de lluvias trajo un número que parece sacado de una época dorada. Sin embargo, es solo una ilusión. Este sector, aunque vital, representa menos del 5% de la economía nacional. Una distorsión metodológica que sobrerrepresenta el papel del sector en el crecimiento económico. Y lo peor: esta efímera bonanza es solo un respiro antes de la tormenta.
Los nubarrones se acercan rápidamente. Incertidumbre política de la próxima elección en EUA, la transición de gobierno que paralizará aún más los indicadores, y la ya debilitada demanda externa amenazan con sofocar lo poco que queda. La desaceleración en el gasto público, la caída proyectada en los empleos, y la disminución en el flujo de remesas—arteria vital para tantas familias mexicanas—empezarán a pesar de una manera que aún no alcanzamos a medir.
El sector agroalimentario, con sus glorias, caídas y contradicciones, es el reflejo más puro de un país que siempre parece estar al borde, nunca del todo sumido en la ruina, pero tampoco cercano a esa prosperidad que tantas veces se nos prometió. Todo pinta para un fin de año económicamente terrible, un 2025 complicadísimo para las alacenas mexicanas, pero un fin de sexenio para echar campanas al aire. Total, ¿qué tanto se nos puede caer el país en tres meses?