El Archivo General Agrario nació con el destino marcado por la paradoja. Una obra que pretendía rescatar la memoria campesina, la historia de la lucha por la tierra y el reparto agrario en México, terminó enterrada en el pantano de la mala planeación y el ego monumental.
La SEDATU no se conformó con un espacio funcional para la historia rural; quiso algo grandioso. Había que imponerse en el corazón de la Ciudad de México, como si la memoria agraria necesitara de la capital para ser relevante, como si el campo tuviera que rendirse ante la ciudad para que su historia importara.
La descentralización fue ignorada a favor del monumentalismo con un gasto que terminó en los 2.6 mil millones en un solo edificio de la Avenida Juárez de la CDMX.
No obstante, la ironía surgió en la planeación misma del archivo. Como si la historia de la tierra y el campo necesitara algún tipo de sintonía con la naturaleza, se ideó un proyecto que incluía cuerpos de agua y áreas boscosas dentro del recinto. Agua, humedad, bosques dentro de un archivo…
La construcción avanzó con la urgencia de un tren sin frenos, y ya en su fase inicial, las grietas comenzaron a aparecer. No en el simbolismo del proyecto, sino en las paredes del edificio mismo. Y mientras el concreto se agrietaba, los documentos, apenas trasladados, empezaron a ser devorados por plagas.
Esas plagas que tanto han asediado al campesino mexicano encontraron en el archivo un nuevo hogar. Ratas, insectos, todo tipo de fauna se instaló en lo que debería haber sido un recinto sagrado para la historia del campo mexicano.
El director del archivo, Pedro Salmerón, quien tiene su propia historia tras haber sido rechazado como embajador por el gobierno de Panamá por denuncias de acoso sexual, emitió un oficio donde señalaba las terribles condiciones en las que se encontraban las instalaciones, para luego, en un acto tan predecible como lamentable, retractarse. El silencio siempre tiene precio, y en este caso, fue el de la dignidad del archivo.
No les iba a dar tiempo entregarlo, quedaría hasta diciembre, pero en la desesperada carrera por dejar su huella antes de final de sexenio, el presidente López Obrador impulsó una visita de despedida al archivo, lo que puso presión sobre los artistas y el equipo encargado de la parte artística del archivo, un museo y un mural.
El resultado fue una obra que, aunque potente en su concepto, llegó marcada por disputas legales y exigencias no resueltas. El artista y su representante, forzados a entregar el mural a tiempo para la visita presidencial, cedieron a la promesa de que se cumplirían los pagos adeudados y con la protección de derechos de autor. Esto ya que la titular del Comité Artístico del proyecto, Mariana Botey, en un giro inexplicable argumentando un requisito administrativo, se registró como coautora del mural.
El nuevo Archivo General Agrario, concebido como baluarte de la historia del campo mexicano, terminó como símbolo del descuido e improvisación. En lugar de honrar las luchas agrarias que moldearon al país, el proyecto se desmoronó bajo el peso de su propia ineficiencia, con grietas en sus paredes y plagas invadiendo sus archivos. Lo que debía preservar nuestra memoria rural ha sido traicionado por la urgencia política, dejando claro que, en este país, ni la historia está a salvo de la mediocridad y el olvido.