En plena Guerra Civil Española una niña catalana atravesaba el Atlántico gracias a la gestiones del «Schindler poblano» Gilberto Bosques. En México encontró un mundo nuevo, quedando maravillada por los cultivos nativos, la gestión de los recursos naturales y los roles de las mujeres en todo ello. Hoy lo llamaríamos etnobotánica, término que esa niña, Montserrat Gispert Cruells, ayudó a acuñar sintetizándolo así: es la disciplina que afirma que las plantas son cultura.
Los padres, amigos y conocidos de esta niña pertenecían en su mayoría a las mismas alas de pensamientos, izquierdas radicales desterradas por el franquismo. El germen de un cambio intelectual para México.
En el contexto del asilo, la academia nacional abrazó las ideas de una izquierda que, si bien enriqueció el debate, terminó por monopolizarlo. En la UNAM, epicentro de este movimiento, emergió una generación de académicos que comenzarían el efecto mariposa.
Décadas después desde la misma Autónoma, Erica Hagman continuaba esa línea de pensamiento desde la licenciatura de biología. Con una tesis centrada en cómo campesinos de Tepoztlán resguardan semillas, Hagman obtuvo reconocimiento y apoyo de figuras clave, incluida Gispert como asesora de tesis y la anterior directora del CONACYT —Álvarez-Buylla— de sinodal.
Pronto ocupó puestos cruciales en la regulación biotecnológica, con tendencias en los frenos precautorios. Desde la comisión de organismos genéticamente modificados (CIBIOGEM), Hagman encabezó en meses pasados el armado del expediente para defender a México en el panel de controversia sobre la prohibición del maíz transgénico contra EUA.
Aunque en volumen robusto, en contenido fue endeble. No fue sorpresa que perdiéramos el panel, lo adelantamos acá desde el instante que la idea fue pública. De desenlace predecible.
«Ya nos dieron el resultado preliminar de maíz (…) terminará en diciembre, pero a lo mejor nos lo ganan» decía Ebrard la semana pasada. Candidez que se funde con impudor.
La presidenta Sheinbaum tiene un dilema con dos opciones, ambas pasando por el hecho legislativo que el Congreso va a aprobar en estos días la prohibición constitucional de que el maíz blanco nacional sea genéticamente modificado.
Por un lado, podría aceptar la derrota, reconocer que la medida impulsada por AMLO fue un error y reanudar las cosas como estaban.
El otro, aferrarse a la ideología, prohibir la entrada del maíz y aceptar aranceles por 6 mil millones de dólares; un golpe devastador para una economía en incertidumbres y un colateral que podría arrasar parte de la cadena ganadera nacional.
El dilema es profundamente ideológico. Sheinbaum no es ajena al movimiento que impulsó esta decisión. Su propia trayectoria —intelectual y personal— está impregnada de estas corrientes que se han apropiado de la intelectualidad mexicana.
Montserrat Gispert no solo fue una académica —falleció hace par de años— fue su suegra por tres décadas. Carlos Ímaz, hijo de Gispert y actor político marcado por videoescándalos de corrupción en Tlalpan —delegación que también gobernó Sheinbaum previo a la presidencia— fue su esposo.
Estas redes ideológicas han influido tanto en la academia como en la política de la nación. Hemos permitido que una corriente intelectual monopolice decisiones que afectan a todo el país y ahora enfrentamos las consecuencias.
Durante mucho tiempo hemos creído que el mundo comparte nuestra ingenuidad: que podemos hacer mensos a los demás. La creencia de que con una mezcla de corrupción, picardía y simulación uno puede imponerse sobre reglas claras y procesos definidos. En esta encrucijada Sheinbaum deberá decidir si México quiere seguir engañándose a sí mismo. Ahí viene la renegociación del TMEC; el tequila ya no es moda, ¿efecto mezcal?