El populismo es un concepto amorfo y polifacético que comprende un amplio espectro de actitudes, movimientos y programas políticos. Es un vertiginoso camino de modas y variantes en el tiempo, lugar y circunstancia de aquella locación donde haya surgido.
En el caso de los países latinoamericanos, el término se generalizó para designar movimientos con alto apoyo popular, pero que no buscaban hacer transformaciones profundas del orden de dominación existente, ni estaban principalmente basados en bases populares u obreras organizadas, más bien, por igual se supeditaban a poderes fácticos y a intereses económicos que nada tendrían que ver con la mística de reivindicación social que proponían.
Un movimiento populista cuenta como punto de apoyo esencial: la existencia de graves rezagos socio económicos que se expresan en problemas como la pobreza, el analfabetismo, la ignorancia, el desempleo, la desigualdad, la carencia de justicia y en lo general la vulnerabilidad de una sociedad lastimada por el poco avance en oportunidades.
Aquí, a diferencia de otras expresiones sociales y políticas que buscan atender la inconformidad, el líder mesiánico populista, en rigor absoluto no confía en el pueblo, pero tampoco en el estado de derecho ni en las instituciones del país.
Su respuesta a la demanda es una rara mezcla de elementos arcaicos y progresistas, de comportamientos reaccionarios y libertarios lo que lo convierte en oscilante y cortoplacista, pero sobre todo de doble lenguaje y actitud.
Existe un problema en la vorágine populista de los caudillos o líderes convertidos en gobernantes y eso es que los lleva a convencerse que la manipulación masiva nos es un efecto de una estrategia política, sino el resultado directo de su propia bondad. Se alucina con la propia ficción. Por otra parte se está de espaldas a las principales tendencias de la modernidad, se es indiferente a los desafíos de competitividad, cambio tecnológico, gobernabilidad y consistencia de políticas públicas. Se aborrece la meritocracia.
En la oferta electoral que lo convierte en gobierno, ofrece avances espectaculares en plazos cortos, depreciando o aprovechándose de los tiempos políticos sin reparo alguno en los requisitos técnicos de las propuestas. Se busca redistribuir mucho más allá de las capacidades de la economía y la política. La oferta de elevar en corto plazo salarios, gasto social y subsidios específicos es una máxima y un eje rector.
Asentados en el gobierno se soslayan temas como la rendición de cuentas, la transparencia y el derecho a la información. Muchas veces se esgrimen intereses perversos que vienen a contraponerse a la bondadosa causa populista por lo cual se llega a dejar a un lado el fortalecimiento institucional-democrático y pasan a una interpretación autoritaria del ejercicio del poder basado en una particular conveniencia de las leyes.
¿Suena familiar? Considero que además de familiar se antoja peligroso. Mucho deberán reflexionar las nuevas autoridades electas, quienes se autoproclaman arquitectos de la cuarta transformación, para que entiendan que ya no estamos en un escenario de campaña y que quizá sean las mismas personas pero ahora son distintos personajes, y que la confusión propiciada por contradicciones y declaraciones son un mar tormentoso que genera profundos problemas en los deseados rumbos de certidumbre para el país.
Empezando por el máximo patriarca, el ahora ya presidente electo y próximo presidente constitucional de México. Con una actitud que raya en la sorna, va y viene en un péndulo de declaraciones y aseveraciones convenientes para justificar futuros incumplimientos a sabiendas de que no es lo mismo señalar sin consecuencias fuera del mandato, que cargar con el natural peso que implica el gobernar.
Un presidente electo que parece no olvidar el encanto de las cercanías populares en campaña y diseña una “gira de agradecimiento” que estimo se volverá permanente en su mandato y servirá precisamente para ser un bálsamo curativo ante la promesa irrealizada. Presidente que solo somete a consulta los asuntos convenientes y dicta las políticas que estima solo requieren su propio consenso. Aquel economista ilustre que dictamina a priori la economía de un país y la ubica en bancarrota. Quien ha catalogado a la prensa en “bien portada”, “corazoncitos” y “fifís”.
El que ya lleva a cuestas todo el peso de la insatisfacción acumulada de un México demandante y que no acepta la culpa de otros como razones para evadir un mejor mañana prometido.
¿Nos conviene ahora como país pasar al populismo justificatorio?
Esperemos respuesta.