Después de que se difundiera en redes el video en el que Marcelo García Almaguer anunció su renuncia a las filas de Acción Nacional, me encontré en twitter varias voces que más que celebrar su intempestivo adiós, mostraban una especie de sentimiento de alivio por lo que confirma la desbandada de un grupo de morenovallistas del partido blanquiazul.

Y es que esa felicidad de los panistas es la respuesta a la tranquilidad que implica el haberse quitado una pesadísima losa de sus espaldas.

Cuando Rafael Moreno Valle pactó con Felipe Calderón —por petición expresa de la maestra Elba Esther— su arribo al PAN, lo menos importante fueron sus militantes poblanos.

Desde un escritorio en Los Pinos, el presidente Calderón y la poderosa líder priista decidieron el futuro de Puebla, al grado de que no tuvieron empacho en catafixiarle la candidatura al Senado que había obtenido Ángel Alonso Díaz Caneja, quien fue el primer panista sometido al morenovallismo.

A esa lista se fueron doblando más cartas de la derecha, entre ellos Juan Carlos Mondragón, Pablo Rodríguez, Rafael Micalco, Roberto Grajales, Eduardo Rivera y hasta el propio Paco Fraile. Hay que decir que la sumisión fue diferente en cada caso. Aunque en algunos, esta alcanzó niveles francamente indecorosos e indignantes. Mientras que otros, al dimensionar el tamaño de su error, fueron víctimas de persecuciones y hasta de su exilio físico y político.

Y así como hablamos de los sometidos, también hay que hablar de los relegados, a los que Rafael les tiró migajas al piso, mismas que levantaron sin pizca de dignidad.

Fueron muy pocos los que mantuvieron una congruencia ideológica; sin embargo, el resto del panismo poblano, sólo puede ser definido por una frase: los utilizaron.

Por más cruel que suene para los panistas, el grupo morenovallista utilizó a su partido, pero sobre todo, fueron vilmente usados y utilizados.

Moreno Valle les secuestró la franquicia, la utilizó para alcanzar sus objetivos políticos y se apropió de ella. En el claro entendido de que la franquicia los incluía a todos.

Sobra decir que sin la caída del helicóptero, hoy seguirían sumisos bajo las órdenes de su poderoso patrón.

Ante la inesperada ausencia, la orfandad del morenovallismo los fue orillando a abandonar las filas del partido.

Ni siquiera en este momento, los panistas pudieron actuar con dignidad. No fueron ellos quienes expulsaron a los morenovallistas. Ellos fueron quienes los abandonaron con desaire.

Y si no se fueron antes, es porque hasta en la frustrada negociación por la gubernatura interina, el panismo se sometió al morenovallismo. Hasta el Comité Ejecutivo Nacional se puso a las órdenes del morenovallismo y respaldaron la carta de Almeida, sin importar que este no fuera un panista.

Ni con Rafael muerto pudieron sacudirse su dominante estigma. El servilismo del panismo los llevó a poder recuperar su partido hasta que sus secuestradores, tras la pérdida de su jefe, decidieron devolvérselo.

Los panistas fueron víctimas del Síndrome de Estocolmo y sin darse cuenta, terminaron amando a su propio secuestrador.

Quizá, hoy su sentimiento, más que de felicidad por recuperar su libertad, sea el de un dolorosa nostálgico, por la irreparable pérdida de su captor.

Ver para creer.