Donald Trump, en su retorno a la presidencia, parece decidido a volar cualquier puente entre agricultura y medio ambiente. El foco de su política es claro: maximizar producción y reducir costos, eliminando toda restricción percibida como obstáculo.

Trump, fiel a su agenda de desregulación, ha dejado claro su desprecio por la lucha climática en el ámbito agropecuario; y todos los demás. En su primer mandato, revocó más de cien regulaciones ambientales, y ahora, en su segundo acto, proyecta borrarlo todo. Los proyectos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero —19 mil millones de dólares bajo el gobierno de Biden— están en riesgo de ser desmantelados. Fertilizantes químicos, producción ganadera intensiva y cultivos de arroz, contribuyentes esenciales de la contaminación climática de los vecinos, quedarían fuera de cualquier restricción.

La posible designación de Robert F. Kennedy Jr. como líder del Departamento de Agricultura (USDA) o del Departamento de Salud (HHS) refleja con claridad el rumbo que el mandatario pretende para el sector.

Kennedy, envuelto en el deslucido prestigio de su apellido, es una figura de ideas volátiles, cuyas teorías alternan entre sus posiciones anti-vacunas y su desprecio por el consenso científico, podría llegar a dictar la política de una de las economías agrícolas más influyentes del mundo.

Igualmente crítico en este regreso es la postura sobre la inmigración. Trump ha prometido deportaciones masivas que afectarían a cerca de 20 millones de personas, muchas de las cuales sostienen el sistema agrícola estadounidense. El sector depende de la mano migrante; los indocumentados representan casi la mitad de los dos millones de trabajadores agrícolas. Está de más resaltar la nacionalidad mexicana de la mayoría de ellos.

Un recorte abrupto de mano de obra no sólo afectaría la producción, sino que llevaría a una catástrofe laboral que podría hundir al sector entero, además de la crisis humanitaria.

Las tensiones comerciales son otro punto álgido. Durante su primer mandato, Trump optó por una guerra comercial contra China, desencadenando una serie de represalias arancelarias que golpearon duramente a los agricultores estadounidenses, y de rebote a los mexicanos. Aunque los subsidios de allá ayudaron a mitigar algunas pérdidas, el «todos pierden» está bien pintado de nuestro lado.

Con su regreso, podríamos esperar una repetición de estas políticas comerciales, afectando a socios estratégicos. México, como principal importador de productos agrícolas estadounidenses, no queda al margen. Las políticas proteccionistas y posibles conflictos comerciales afectarán directamente la estabilidad del mercado mexicano, aumentando los costos de la canasta básica de manera invariable.

En última instancia, el regreso de Trump es una declaratoria de guerra contra la misma tierra que alimenta a su país y las manos que la trabajan. Jugará duro, sin miramientos, y para Sheinbaum eso puede significar más que perder una batalla comercial: es cuestionar la propia capacidad de alimentar a su gente. Con una estructura endeble alrededor de la soberanía alimentaria, el país queda expuesto a los embates de una administración que no le debe ni solidaridad ni estabilidad. México está a merced de un juego en el que no pone reglas, no tiene fichas para apostar, y las jugadas llamadas Sembrando Vida y Producción para el Bienestar no terminaron de cuajar.