No es que el Cuauhtémoc acostumbre ser una caldera o un insoportable manicomio ni mucho menos; sin embargo, el viernes pasado, conforme los minutos avanzaban y León se paseaba por el campo como por la sala de su casa, a todos los que soñábamos con una fiesta nos arropó un silencio absoluto.
No fue uno de esos silencios obligados a los que uno debe recurrir después de jugarle al fanfarrón y salir goleado del partido, con la cola entre las patas y la vergüenza quemándote la cara.
No fue uno de esos silencios a los que debemos acudir para no decir una barbaridad que ofenda al niño, la mujer o la pareja de ancianos sentados en la butaca de al lado, cuando los once de ‘los tuyos’ no hacen otra cosa más que rascarse todo lo rascable, en lugar de ‘defender la camiseta’.
Y tampoco fue uno de esos silencios como el que interrumpieron los vecinos de edificio del cuentista Hernán Casciari, en su natal Buenos Aires, con ese “Uuuuh” tan típico de los argentinos mientras la pelota merodea peligrosamente el arco rival o el propio, y registrado en “Mientras todos dicen uh”, uno de sus acostumbrados encantadores textos.
Lo que sí, fue uno de esos silencios que te hacen entender que no siempre basta con querer ganar o querer ser competitivo, para serlo de verdad.
Sí, uno de esos silencios producto de los golpes de realidad tan duros y crueles como necesarios, que el futbol y la vida se encargan de darnos de vez en cuando.
Sí, uno de esos silencios que llegan para recordarnos que los sueños existen, que a veces se cumplen, pero que son sueños y algún día deben terminar.
Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.