Este fin de semana, en el trabajo me ha tocado estar de guardia, que es estar pero a medias, ‘por si sucede algo’ (aunque, generalmente, a mí me sucede todo), así que el sábado por la noche, ya con algo de hartazgo, decido darme un respiro saliendo de casa, y pongo rumbo hacia el parque que está a un par de cuadras.
Me siento en una de las bancas ubicadas frente a la cancha de basquetbol de cemento, y veo a Paco, mi vecino, un niño de apenas ocho años, con las manos en alto y abandonado a su suerte entre un grupo de escuincles mucho mayores que él.
En poco menos de los diez minutos que llevo ahí, veo a Paco pedir la pelota a gritos, correr como loco, meter algunos goles y festejarlos haciendo ‘avioncito’; sin embargo, uno de los niños, que después resultó ser el dueño de la pelota, decide que se acabó el juego.
-¿Qué pasó?, le pregunto a Paco, cuando va llegando hacia mí.
-”Siempre hace lo mismo. Mi mamá dice que se enoja porque soy chiquito. Mejor vámonos”, me responde.
Siento algo parecido a lo que siente Paco, pienso. Algo muy reciente. Sin ir más lejos, lo de una noche antes, cuando por más que gritaron, levantaron las manos, corrieron como locos y metieron goles, una vez más, al Puebla no lo dejaron jugar.
Yo también estoy harto, pienso, mientras veo a Paco de reojo.
Regresamos a casa en completo silencio, pero siento la necesidad de decirle algo que le cambie la cara; y algo, también, que me tranquilice.
-”¿Crees que debo comprarme mi propia pelota?”, me pregunta.
-Creo que deberías gritar más fuerte, respondí.
Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.