Las recientes declaraciones de Alicia Bárcena Ibarra, titular de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT) — en el marco de la conferencia climática COP29 — suenan tan lejanas como el lugar donde la pronunció, Bakú, Azerbaiyán.
Afirmar que para 2050 México alcanzará la meta de cero emisiones netas es, en el mejor de los casos, una quimera; en el peor, una burla descarada a la inteligencia colectiva.
La meta de cero emisiones netas es un pacto con la atmósfera: lo que se emite en gases de efecto invernadero se compensa. Es un equilibrio precario entre la acción humana y la capacidad del planeta para absorber los gases que nos asfixian. No es dejar de emitir, es aprender a hacerlo con cierta responsabilidad. Es plantar árboles donde se arrasó la selva, capturar carbono del aire que envenenamos, redimirnos con energía limpia y tecnologías nuevas.
El México que Bárcena describe para alcanzar esas metas no existe. El que sí existe, está atrapado en una contradicción brutal. Este gobierno se envuelve en un manto de amor por la naturaleza, pero sus acciones son tan letales como el filo de un machete en la selva. Talas ilegales en aumento. Bosques arrasados para sembrar bajo la sombra de programas como Sembrando Vida, que pregonan capacidades sobrenatura, como sembrar 10 árboles por metro cuadrado.
Bárcena habló de metas. De futuros brillantes. Pero nunca mencionó a PEMEX, como si no estuviera en llamas. Nunca mencionó a la Comisión Federal de Electricidad, que insiste en quemar carbón y combustóleo en sus plantas. Estos son los verdaderos responsables que ahogan al país, pero nadie se atreve a tocarlos. Si Monterrey es un infierno, es por Cadereyta. Si la zona metropolitana capitalina es un infierno… bueno, es que lo es, pero tener la desgracia de la refinería de Tula a la vuelta no ayuda.
Mientras tanto, PROFEPA, la guardiana federal del medio ambiente, agoniza. Sin presupuesto. Sin personal. Sus oficinas son silenciosas porque no hay recursos para el ruido. Las denuncias se apilan en escritorios llenos de polvo. Los activistas que luchan contra el ecocidio son asesinados en silencio. El gobierno dice que lamenta las pérdidas. Y después no dice nada más.
Los megaproyectos de este gobierno también tienen su cuota. Tren Maya. Dos Bocas. Todo un catálogo de contradicciones.
Porque alcanzar cero emisiones netas para un país como México no es solo un acto de responsabilidad global, sino una oportunidad histórica. Significa desatar el potencial de las energías renovables en un territorio bendecido por el sol y el viento. Significa transformar su economía hacia sectores más limpios y competitivos, reduciendo la dependencia de los hidrocarburos que encadenan al país al pasado.
Significa proteger su biodiversidad única, suelos fértiles y agua escasa, para que las generaciones futuras puedan sembrar en tierra viva y respirar un aire sin veneno. Es reconciliar el progreso con la naturaleza: México puede crecer sin destruirse, pero se destruirá irremediablemente si no crece.
El tiempo no espera. México, con su geografía que oscila entre la sequía y el diluvio, ya está pagando el precio del cambio climático. Los compromisos firmados en cumbres como la COP son importantes, sí. Pero no valen nada si no hay acción detrás. México tiene un largo camino por recorrer. Y no serán discursos en foros internacionales los que lo lleven allí. Será el trabajo, la inversión en energía limpia, la decisión de decirle adiós al petróleo. Pero, sobre todo, será la voluntad de enfrentarse a los intereses que prefieren mantener todo igual. Bárcena puede soñar con un México de cero emisiones en 26 años. Todos podemos soñar. Pero para que eso sea algo más que un sueño, hay que despertar.