Desde las épocas míticas en que el hombre se enfrentó a Taurus, siempre, siempre ha estado presente el encuentro de fuerzas; la musculatura y bravura del toro contra la inteligencia y la estética de del hombre para evadir las embestidas.
Recuerdo los diálogos, allá por los inicios de los setenta, entre don Sabino Yano Sánchez y don Manuel de Haro y Caso, cuando todo lo de Tepeyahualco, hoy de Haro, y todo lo de Tenexac se tentaban en el enorme ruedo, de exactamente el mismo diámetro que el de La México, en la hacienda de "Junto al cerró de cal". Se tentaban entonces vacas y machos, igual que se tomaba el pulque: "en puntas", sin arreglar; pues solía pregonar el ganadero de cárdena barba lo que era su religión: "En esta casa no se afeita ni el ganadero"; y decía don Manuel a los toreanderos: "Donde le dudes tantito...¡Te mete un susto! Donde estos toros sientan que les titubeas, que te mueves mucho: ¡Ya te cargó!".
Y eso fue lo que hizo Federico Pizarro, titubearle un poco, mejor dicho, adelantarle un poco la muleta en un pase rodilla en tierra y el Cárdeno caribello, botinero, "Gonzalero" se llamaba, bello hermoso, bien jarifo, como sus hermanos, lo vio y lo ha prendido de fea manera, dejándole el terno acuchillado. Pero eso bastó para que se creara el milagro, la maravilla del toreo cuando en el ruedo hay un toro bravo y frente a él un hombre vestido de seda y oro, muleta en mano y un recio carácter forjado a cornadas y madrazos de esos que da la vida. Pizarro, junto con el coraje y la casta, ha sacado el sentimiento hermoso y "profundo" —diría Malgesto— del toreo mexicano y ha toreado de mano baja, bien asentados pies y riñones, para regalarnos un toreo exquisito con esa solera que sólo da la madurez, como ocurre con los buenos vinos, y que Federico ya señorea.
Los otros dos han salido a mostrar los dos rostros que puede tener un torero, pero comentemos lo que vale la pena. Cuando los dos han dado un giro de 180 grados, no de 360, señor de Labra, a su actitud, cambiando totalmente de talante al sacar el verdadero coraje que todo torero que de verdad lo sea debe llevar dentro, a Pepe López alguien debe haberle gritado en el callejón: “¡Vamos, saca la casta, échale huevos!”. Al de Cali, Colombia, su alter ego torero debió decirle: “¡Si piensas volver a esta plaza, sal a partirte la madre! Sal a morir o aquí no regresas nunca!”.
Resultado: Pepe López ha cortado una oreja que debió saberle a gloria y Ricardo Rivera, con el miedo brillándole junto con los alambres, se ha ido de la suerte, al entrar a matar, echando todo por la borda.
Para Antonio de Haro, “El Señor de las envidias", qué bella satisfacción esa clamorosa y triunfal salida al tercio, debió haber despertado muchos retortijones, mimiquis y teleles de envidia de muchos ganaderos. Envidia de la buena, de la del comportamiento gregario, que hace a todos envidiar el triunfo auténtico que sólo llega cuando el esfuerzo realizado rebasa lo soñado, que se persigue y obtiene con el cariño a lo que es suyo, lo que le pertenece a un ganadero en toda la extensión de la barba: ¡Enhoragüena, Toño!
Puyazos con la punta de la pluma