En México los muertos se despiden tres veces. Primero, cuando exhalan por última vez. Luego, cuando son enterrados. Y en tercera cuando olvidados. En esta tierra la memoria es el último aliento que ofrecemos a nuestros seres queridos. La tercera muerte es la que nos duele más, quizás incluso más que la primera; por eso las tradiciones de días de muertos – con el altar como pieza central– son actos de amor y diques de resistencia contra el olvido.
O eso lo pensaría en el pasado alguien del centro del país y de clases medias-bajas. Las tradiciones de días de muertos vivieron buena parte del México contemporáneo como una curiosidad antropológica de las clases más supersticiosas, con sus variantes tarascas, mixtecas y mayas del centro para abajo del país. En el norte las tradiciones mesoamericanas de muertos eran una curiosidad casi alienígena y celebrar Halloween era la norma y lo normal.
1983 fue un año interesante para la sociedad, pues la Secretaría de Educación implementó un robusto programa para fomentar las tradiciones mexicanas, impulsando el Plan de Actividades Culturales de Apoyo a la Educación Primaria.
El fomento no era inocente, ya que se buscaban estandarizar las tradiciones para consolidar una identidad nacional única. Con lo que esto significaba al cancelar e implantar maneras de ver y entender el mundo. Día de Muertos se estandarizó con folletos que explicaban los niveles de la ofrenda y como montarla.
Para el ‘96 Zedillo buscó emular a Cárdenas y fraguar una sola raza de bronce desde las aulas. Su Reforma Educativa se redactó para afianzar el nacionalismo y los incentivos escolares brotaron en forma de certámenes y estímulos económicos. Inmensas convocatorias federales para concursos de ofrendas crearon un frenesí en el norte nacional.
Hoy en día el norte manda en el Día de Muertos. Antier, en la Explanada del Museo de Historia Mexicana sobre la Macroplaza de Monterrey, mil doscientos doce metros cuadrados de altar ganaron el Récord Guinness de la instalación más grande del mundo con inspiración del Día de Muertos. Lo que sea que eso signifique. Bueno, si la tradición de mayor promoción nacional es el desfile de muertos que inició James Bond, una cosa así no sorprende.
Nada es permanente pero el cambio, y recordar a nuestros muertos no será excepción. Nos adentramos en un territorio donde tecnología y filosofía se cruzan en un abrazo incómodo, recordando que el hombre es el único ser que se niega a ser lo que es.
En un tiempo en que las redes sociales han convertido nuestras vidas en un vasto archivo digital, no es sorprendente considerar la posibilidad de dejar un legado tecnológico que perpetúe nuestra memoria de maneras inéditas.
¿Somos solamente la suma de nuestros gustos, nuestras voces, nuestras expresiones? ¿Es la esencia de un individuo, su ser interior, transferible a través de réplicas digitales? ¿O acaso lo que se logra es una sombra vacía, un eco sin sustancia que solo perpetúa una ilusión de la persona original?
Paradojas profundas radican en la posible inmortalidad digital. Si nuestras "copias" digitales continúan interactuando con el mundo, ¿quiénes somos realmente? ¿El yo físico, mortal, o la versión perpetua en el ciberespacio? Hay dilemas en el consentimiento. ¿Deberíamos permitir que nuestros seres digitales existan después de nuestra muerte, o es una violación de la privacidad y la voluntad del difunto?
El jade se quiebra, el oro se romperá y el plumaje del quetzal se desgarrará, así también los ceros y unos se pervertirán y nuestros archivos se corromperán. Sólo un poco aquí, así que disfrute en vida, cómase una hojaldra.